jueves, 11 de mayo de 2017

Burocracia, poder y participación en la Cuba revolucionaria

Burocracia, poder y participación en la Cuba revolucionaria
De un modo en apariencia paradójico, la solución cubana a la
burocratización soviética dará como resultado el mismo socialismo
burocratizado
José Gabriel Barrenechea, Santa Clara | 11/05/2017 10:02 am

Dos factores explican el camino seguido por el proceso cubano de
construcción del socialismo en los sesenta: sin lugar a duda uno de
ellos lo es la evidente necesidad personal de Fidel Castro de
convertirse en algo así como el Dios Supremo de un Panteón
Revolucionario, pero sobre todo lo es el universo de ideas, supuestos y
creencias, la mentalidad del pueblo cubano de entonces.
Es ineludible resaltar esa verdad ante las visiones que de manera
simplista dejan en un muy limitado número de manos la responsabilidad de
lo ocurrido en la Cuba Socialista: si en la cultura del pueblo cubano, y
no solo en su cultura política, no hubiesen existido condiciones
propicias para el ascenso de un Fidel Castro, si no hubiesen existido
los mecanismos mentales legitimadores, este señor nunca hubiera
conseguido realizar lo que evidentemente deseaba y sobre todo
necesitaba, por su muy particular psicología, desde sus tiempos de
tiratiros universitario.
En las líneas que siguen mostraremos a esas precondiciones culturales
conformar el devenir cubano de los últimos 60 años. Para ello nos
concentraremos en una de las vías por la cual la cultura, las ideas y
creencias del pueblo cubano contribuyeron ya no tanto al ascenso de
Fidel Castro a la condición de César, como a su posterior legitimación
en la de Dios Supremo del Panteón Revolucionario.
Nos ocuparemos de la relaciones de la Revolución Cubana con la burocracia.
La actitud cubana revolucionaria ante la burocracia es determinada por
dos precondiciones: primero, la experiencia soviética con su excesiva
burocratización, fenómeno que se quiere evitar; segundo, el estado
mental cubano de pachanga constante, pero sobre todo su sublimación
política, el estado mental cubano revolucionario, con su necesidad de un
nivel de exaltamiento ininterrumpido y su crónica incomodidad para
ajustarse a los cánones de una sociedad moderna.

1
Toda sociedad contemporánea depende de la existencia de una burocracia,
o de varias, para ser más exactos. En esencia de unas instituciones que
administren de manera impersonal la esfera de lo cotidiano. Ninguna
sociedad puede vivir al presente sin burocracias, al menos sin
retroceder de manera abrupta a estadios sociales en que, por ejemplo, no
se podrían mantener las altas expectativas de vida actuales, o los
bajísimos índices de mortalidad infantil presentes. Esta dependencia,
que es ya enorme en una sociedad capitalista, escala a niveles mayores
en una socialista. Algo que, por cierto, Max Weber había predicho unos
cuantos años antes de la Revolución Rusa de 1917, al tomar en cuenta la
preocupante insistencia del socialismo de su época por identificarse más
con la posibilidad de una completa y centralizada planificación de la
economía, que con la de verdaderamente socializar la propiedad (lo
primero puede lograrse, como después de hecho ocurrió, sin socializar en
absoluto, al convertir al Estado en una enorme e ilimitada empresa
fordista).
Consecuentemente con las previsiones de Weber la sociedad soviética no
tarda en burocratizarse.
Pero esa burocratización, que en definitiva no es más que un síntoma de
algo más esencial, es tomada por la crítica que aún se aferra a la
viabilidad y legitimidad del experimento leninista como la causa última
de lo que evidentemente ha salido mal en la URSS, como la maligna
perversión de lo que sin esas desviaciones debería de haber salido
maravillosamente bien. "La burocracia es la causa de todos los males del
socialismo", no tardan en afirmar los críticos comunistas, o lo que es
lo mismo, quienes no quieren romper de manera definitiva con la
tradición inaugurada por la Revolución Bolchevique de octubre-noviembre
de 1917. Sin explicar nunca, por cierto, de qué manera los burócratas
han conseguido hacerse con el control de la sociedad soviética en tal
magnitud como para pervertir su funcionamiento.
La realidad, no obstante, nada tiene en común con las afirmaciones de
los críticos comunistas (entre ellos los cubanos de la década de los
sesenta, y los no pocos trasnochados del presente): son los
bolcheviques, una élite de aventureros-intelectuales-profetas, que vive
en los márgenes más remotos de la sociedad rusa y en general europea
(solo un poco más acá que los anarquistas), quienes se han hecho con el
poder en Rusia gracias a un golpe de Estado, no la burocracia zarista o
alguna otra que como las esporas de algún hongo maligno viva a la caza
de algún Estado que parasitar. Y lo han conquistado al ganarse el apoyo
del enorme ejército ruso de campesinos reclutados a la fuerza, el cual
solo desea el fin de la guerra y su consiguiente e inmediata
desmovilización. Algo que solo el partido bolchevique promete hacer de
inmediato. Es el apoyo del ejército y en especial de la marinería de la
Flota del Báltico el factor determinante en la estabilidad inicial del
Sovnarkorm (Sóviet de Comisarios del Pueblo), ya que la influencia
bolchevique sobre el resto de la sociedad es muy limitada, y en un final
mucho menor que la de otros movimientos socialistas de carácter agrario.
Lo cual se evidencia en los resultados de la elección de delegados a la
Asamblea Constituyente, por la cual los bolcheviques han clamado más que
nadie mientras han sido oposición, y a la que no tardan en disolver una
vez en el poder.
Acto que en los primeros días de enero de 1918 sella definitivamente los
destinos del proceso soviético.
Ya Weber había señalado al empresario como el contrapeso en el
capitalismo de la racionalidad de la burocracia, en lo esencial en lo
económico, aunque ciertamente no solo en ello. En cuanto al
representante electo, a la libertad de prensa y en general a la opinión
pública, aunque son más bien formas de contrapeso del poder político en
sí, se sobreentiende que también lo son de la burocracia, si es que
observamos que en esas instituciones se crean constantemente las
discontinuidades sociales, intuitivo-carismáticas, que se ocupan de
contrapesar la racionalidad administrativa de aquella. Todas estas
instituciones y especiales grupos sociales se encargaban de limitar a la
burocracia al papel de imprescindibles servidores, bajo control público
o privado, al tiempo que por su propia constitución y supuestos limitan
que dichas discontinuidades intuitivo-carismáticas puedan alcanzar a su
vez a monopolizar la actividad en la sociedad en cuestión (algo suicida
para una sociedad moderna, con sus elevadísimos requerimientos de orden).
En el socialismo más ortodoxo, al hacer desaparecer al empresario,
resulta evidente que la única manera de controlar a la imprescindible
burocracia pasa por todos esos otros medios de contrapeso arriba
mencionados, además de novedosas y progresistas formas de participación
ciudadana y laboral, como el control de los trabajadores sobre la
actividad productiva a todos los niveles y en todas las áreas. Pero al
cerrar la Asamblea Constituyente y aplastar la oposición obrera se
renunció a todo ello en la naciente URSS, incluso, y es muy
significativo esto, con mayor determinación que al empresariado.
Mas no fue una burocracia anterior, alguna que se esparce mediante
esporas malignas o una socialista todavía inexistente quien decidió
prescindir desde un inicio de tales controles, sino el grupúsculo que
dirigió el golpe de Estado, auto seleccionado en base al supuesto
usufructo de la única verdad posible (solo ellos sabían cómo construir
ese destino final obligado de la Historia, el Comunismo): la vanguardia
leninista, el partido. Y lo cierto es que esa élite de
aventureros-intelectuales-profetas, que se había adueñado del país
mediante una jugada política, pudo simplemente haber decidido prescindir
de administrarlo mediante una burocracia, a la manera de Iván el
Terrible y todos los déspotas rusos pre-modernos. Pero el hecho es que
si quería administrarlo con la suficiente eficiencia para permitirle a
su Gobierno sobrevivir y permanecer independiente frente a la amenaza de
unos poderes centrales occidentales empeñados en modernizar bajo su
control al planeta entero, necesitaban de una burocracia, o de una
administración que de alguna manera se le pareciera.
Que necesariamente este mal remedo de las burocracias occidentales, en
especial de las muy eficientes del imperio alemán, pronto superara a esa
élite leninista hasta triunfar con Stalin, en propiedad el zar de los
burócratas, no niega lo dicho: el socialismo soviético se burocratiza no
por la naturaleza interna de la burocracia, sino por la de ese
particular socialismo, autocrático y piramidal, en que tanto por su
propia concepción leninista de una vanguardia que debe dirigir el
proceso, como por las circunstancias históricas específicas en que llega
al poder, son echados a un lado todos los posibles controles sociales
desde abajo o desde planos horizontales alternos. Lo demás lo harán las
necesidades de sobrevivencia de las élites leninistas, en medio de un
mundo en que sin cierta racionalidad de la administración no se puede
soñar con conseguirlo.
El proceso burocratizador, en consecuencia, no es más que el resultado
necesario de la inicial concentración desproporcionada del poder en el
vértice de una sociedad contemporánea que a consecuencia de su propia
concepción teórica se piramidaliza de manera cada vez más monstruosa, ya
que ante ese núcleo de poder, el partido, El politburó, El gran líder
por último, no queda otro recurso que echar mano de una hipertrofiada
burocracia que se ocupe ya no solo de administrar una economía a medias
modernizada, sino aun de los más nimios detalles de la vida humana de
los súbditos (quizás la única burocracia soviética eficiente es la Cheká).
Sin embargo, la primera crítica comunista, compuesta en esencia por los
intelectuales leninistas que han iniciado el proceso pero que han
terminado apartados más tarde o más temprano, solo verá con claridad la
consecuencia, nunca la causa que los incluye a ellos como actores
principales. Por lo tanto interpretará esa consecuencia como un
resultado de la mala naturaleza de la desagradecida burocracia creada
por ellos, que ha terminado por desplazarlos del poder, no de sus
propias concepciones teóricas o de sus decisiones tácticas. El más
brillante entre todos, Trotsky, lleva este discurso hasta sus últimas
consecuencias al tratar a la burocracia como una clase social en sí
misma, y asignarle por tanto modos de acción en base a unos supuestos
intereses de clase a los que en conjunto no puede renunciar.
Pero la realidad es que a pesar de lo sostenido por esa primera crítica
comunista, y por los que después solo repiten de una u otra manera sus
ideas al respecto (la crítica cubana de los sesenta, por ejemplo), la
burocratización soviética se origina en el coartamiento de lo
participativo en base a medidas tácticas (la necesidad de conservar el
poder que ha ganado la minoría mediante rejuegos políticos), pero sobre
todo en la adscripción de los comunistas a la creencia en las
vanguardias políticas y su papel director.
Porque en esencia ninguna vanguardia, sea élite política, económica o
social, será nunca de por sí un contrapeso de la burocracia. Mucho menos
cuando se encuentra enfrentada por un lado a un mundo que vive un
proceso modernizador bajo el impulso de otros centros de poder, y por el
otro a toda su propia sociedad, y en consecuencia necesita rodearse de
un cuadro administrativo racional que les ayude a ejercer el poder en
esa precaria situación.
La élite, en todo caso, solo pervierte la racionalidad de la burocracia.
Al situar a toda la sociedad, incluidos ellos mismos, no ya bajo un
marco legal claro y de estricto cumplimiento para todos (lo que Weber
llamaba administración burocrática en estado puro, y nosotros estado de
derecho), sino bajo el de su voluntad monda y lironda, la retrotrae
hasta los tiempos pre-modernos y convierte a la burocracia en el
irracional cuadro administrativo de alguna sociedad equivalente. En un
proceso que nunca termina de completarse mientras el Estado socialista
en cuestión esté obligado a competir por el dominio del mundo con otros
Estados en que la racionalidad impere, pero que se cerrará
definitivamente si el socialismo leninista consigue extenderse a todo el
planeta (algo que por fortuna no sucedió y que en esencia hubiera
significado un retroceso mundial al año 1000).
Y es que en el socialismo real, aquel que unos muy asustados tories
británicos de 1867 identificaban acertadamente con la democracia más
plena, el equilibrio frente a la imprescindible burocracia deberá
proporcionarlo la mayor participación posible de la ciudadanía, y sobre
todo de los trabajadores, ya no solo en la política sino en la gestión
de la economía a todos los niveles. Sin ese control, cuando la
participación ciudadana es disminuida al mínimo posible (no nos
engañemos, siempre la hay, aun de parte del esclavo), la burocracia, por
interés del grupo político que se ha hecho del poder, no por interés
propio, crecerá y crecerá para permitirles a estos controlar lo que
ahora los ciudadanos no pueden consensuar. Esto es en esencia lo
ocurrido en la URSS: la vanguardia leninista, el partido, a partir de
1919 el limitadísimo politburó, y por último después de 1934 el gran
líder, al limitar la participación y crear una sociedad con fines supra
cotidianos a los que solo ellos pueden conducirla, provocan el
crecimiento desbocado de una burocracia que mediante la administración
de lo cotidiano les permita subsistir en su estatus de nuevos y
contemporáneos Moisés.

2
Además de la reticencia ante la burocracia, heredada de la crítica
leninista, en el cubano de a pie existe una marcada sospecha a todo lo
impersonal, y en el de algunos aires intelectuales una aversión por lo
cotidiano algo más marcada de lo habitual para esta capa, que en los
tiempos revolucionarios que corren a partir de 1959 los llevará a unos y
otros a desconfiar por partida doble de una institución humana que
existe en la modernidad, como hemos dicho, para administrar lo cotidiano
de manera impersonal.
Para el cubano de todas las épocas, excepto para ciertas capas urbanas
que serán en esencia las que pronto se opongan a la Revolución, las
relaciones entre seres humanos siempre tienen que ser personales, por lo
que no puede más que identificar a cualquier burocracia como contraria a
la naturaleza populista del proceso inaugurado en 1959. Mientras para el
cubano con aires intelectuales, para quien lo reglado, lo sometido a
programa, lo exhaustivo era y es aun hoy un pecado, lo cotidiano
contrario a la vida, y la espontaneidad por su parte la única actitud
digna de reconocimiento, los exaltados tiempos revolucionarios lo llevan
un paso más allá, hasta adjudicarle el papel de principal enemigo interno.
No es de extrañar entonces que, para intentar solucionar el problema de
la burocratización, ya advertido en el caso soviético, en el cubano el
foco de atención no tarde en fijarse en lo impersonal y en lo cotidiano,
en el método y la regla que se oponen a la epopeya constante en que se
estima debe vivir el ser humano revolucionario. Y que como medio de
resolverlo se pretenda re-personalizar de modo absoluto todas las
relaciones humanas (Fidel Castro con su jeep y su habano en todas
partes, al habla con todos a la vez, al tanto de todos los problemas),
pero por sobre todo trascendentalizar, extra-cotidianizar absolutamente
la vida del ser humano revolucionario.
Siempre según aquella serie de editoriales que Granma publicara a
principios de 1966, recopilados más tarde en la revista Bohemia bajo el
título de La Lucha contra el Burocratismo: Tarea Decisiva, la solución a
que "…mientras permanezca el Estado como institución y mientras la
organización administrativa y política no sea, plenamente, de tipo
comunista, existirá el peligro de que se vaya formando una capa especial
de ciudadanos en el seno del aparato burocrático, administrativo y de
dirección", solo puede consistir en la promoción, "…el desarrollo de un
hombre nuevo, con una conciencia y una actitud nuevas ante la vida…" En
concreto el desarrollo de un individuo constantemente concentrado en la
edificación del comunismo, dispuesto a la "entrega total a la causa
revolucionaria", a "actos de valor y sacrificio excepcionales por ella",
y que perpetúe "en la vida cotidiana esa actitud heroica": Un
revolucionario a tiempo completo, un Tábano de la conocida novela
romántica. En fin, una mujer o un hombre que no viva en lo rutinario,
sino en lo trascendente: un asceta revolucionario.
O sea, un individuo en alerta constante, que participe
ininterrumpidamente, pero no en la solución consensuada de los problemas
concretos y cotidianos que se le presentan a su sociedad, sino en la
construcción de un ideal de sociedad en la que, de alguna manera
mística, al final de los tiempos, esos problemas desaparecerán o
hallarán solución definitiva y satisfactoria para todos y cada uno de
sus integrantes.
Este énfasis más que en lo cotidiano en lo trascendente, sin embargo, no
provocará el advenimiento de un hombre nuevo socialista, y mucho menos
el Estado de participación constante, por parte de todos, que de modo
evidente esperan los editorialistas, sino por el contrario la
conformación definitiva de un panteón revolucionario encabezado por un
Imperante Carismático y su posterior legitimación ad aeternas.
La realidad es que la autodisciplina, la insomne vigilancia de sí mismo,
de sus acciones y hasta de sus pensamientos que todo ascetismo implica,
genera un esfuerzo psíquico descomunal, asumible solo por unos pocos
individuos.
De esta manera la diferencia natural de aptitudes humanas para los
esfuerzos psíquicos o para el mantenimiento de la atención tenderá a
polarizar a la sociedad, a reproducir dentro de ella las previas
desigualdades en la distribución de poder, desfigurando lo que en sus
inicios, y al menos en teoría, era sin dudas un destacable intento
igualitarista. Así, mientras los ascetas verdaderos sienten de manera
continuada la exaltada gracia revolucionaria en su interior, alcanzada
gracias a haber cumplido, por propia voluntad, con determinadas normas y
principios que a su vez han aceptado solo tras someterlos a su
particular criterio, las inmensas mayorías o no pueden, o están
demasiado apegadas a lo mundano como para alcanzar tal estado. Imbuidas
en las agobiantes necesidades cotidianas, no es en sí que carezcan de la
cultura o de la inteligencia necesarias para aspirar a tener un criterio
propio, sino sobre todo de tiempo liberado de las necesidades cotidianas
de subsistencia para buscar en su transcurso las normas y los principios
que les permitan disciplinar sus vidas, en el camino de auto
perfeccionamiento constante que es todo ascetismo.
Ellos solo podrán abandonar lo cotidiano intermitentemente, sobre todo
en La Plaza, en el gran acto mistérico de las concentraciones, so riesgo
de morirse de hambre o sufrir un colapso nervioso.
En consecuencia, esas normas y principios mencionados los tomaran de
fuera, ya hechos, de una entidad en cuyo criterio, voluntad e
intenciones no tardan sin embargo en comenzar a creer por fe. Así, en
esta particular sociedad de revolucionarios, fundada sobre lo heroico y
lo trascendental, el elegido será al final uno de los compañeros
iniciales y no un dogma: El que tenga el carisma para hacerlos sentirse
a ellos también, de cuando en cuando, trascendentes, supra-históricos.
Como ya dijimos en La Plaza, en medio de las concentraciones, cuando el
calor, el sol tropical a plano, la falta de oxígeno, la imposibilidad
incluso de volverse o amarrarse los cordones de los zapatos en medio de
la multitud, y sobre todo sus palabras en torrente que llegan desde
todas las direcciones posibles, retransmitidas por mil altavoces,
establezcan esa unión mística entre líder y pueblo de que nos habla más
de un observador contemporáneo.
Con semejante y mayoritaria relación basada en la fe dentro de la
sociedad que se quiso igualitaria, al menos entre los revolucionarios,
es evidente que pronto ocurrirá un desequilibrio de poder entre los
mismos ascetas verdaderos en favor del elegido. Más temprano que tarde,
independientemente de si es un santo verdadero o solo un charlatán, la
fe mayoritaria fija en él lo ensoberbecen (si es que él mismo no lo
estaba de antes, como es sin lugar a dudas el caso de Fidel Castro desde
su más tierna niñez). Si las grandes mayorías lo siguen, si las grandes
mayorías se abandonan a su criterio, no pueden caber dudas de su
monopolio de la verdad. Solo él sabe lo que debe hacerse; solo él tiene
la claridad; solo él conoce el camino correcto. En consecuencia, es su
deber concentrar en sus manos el poder para evitar el error; incluso en
los más nimios detalles. Pronto cualquier norma o principio asumido por
otro criterio que no sea el suyo pone en peligro la magna obra que la
mayoría de los revolucionarios han echado sobre sus hombros; un desafío
malintencionado o en el mejor de los casos miope, que no puede
permitirse "ni por un tantico así". Y en el rechazo de tales
"autosuficiencias" de los demás ascetas verdaderos las mayorías no solo
apoyan al elegido por su fe en él: Para ellas la independencia de
criterio de los demás ascetas es también una humillación, un molesto
recordatorio de su falta de él, o de voluntad para obrar a su dictado.
Habrá llegado, por tanto, la hora en que Saturno devora a sus hijos: La
Revolución que pretendía evitar con sus caminos trascendentalistas el
caer en semejantes "errores" devora a los demás ascetas revolucionarios.
En el nuevo escenario para ellos solo quedaran dos opciones: o abandonar
el ascetismo y convertirse al revolucionarismo por fe, aunque claro,
desde la siempre favorable posición del miembro secundario del Panteón
(del santoral, en propiedad); o no transigir, lo que significa la
excomunión y el martirio, y siempre la rebaja a la categoría de
concreción del mal contrarrevolucionario en los imaginarios de las
grandes mayorías.
De este modo lo que aparentaba ser una solución democrática a la
manifiesta falta de libertad del socialismo leninista soviético, una
unión de heroicos y extra-cotidianos hombres nuevos iguales entre sí,
participativos a tiempo completo, se convierte, debido a la naturaleza
humana, de la que las grandes mayorías atrapadas en sus urgencias
cotidianas no pueden escapar, en el imperio de uno solo: el Imperante
carismático. En un socialismo en el que las grandes mayorías no ejercen
el poder real no porque se los impida la burocracia elevada a la
categoría de nueva clase explotadora, sino por algo todavía peor: Porque
simplemente ni se creen capaces, ni tampoco lo hayan necesario, al
compararse con el trascendente y personal objeto de su fe, de su fidelidad.
Un modo más eficiente que el leninista de retrotraer a lo pre-moderno la
sociedad en cuestión.

3
No obstante, por la misma razón que la élite leninista soviética se
viera obligada a poner la administración del Estado en manos de un
remedo de burocracia, más temprano que tarde el imperante carismático
cubano también tendrá que hacer algo parecido. La necesidad de
sobrevivir como Imperante, en medio de un mundo al cual se lo moderniza
desde centros de poder situados más allá de las costas de la Isla, hará
nacer las únicas burocracias eficientes del castrismo: las políticas,
militares y policiales (aunque no tan eficientes como las soviéticas: la
inmensa mayoría de los atentados a Fidel Castro fueron detectados por
indiscreciones de quienes los llevaban adelante y por la alerta actitud
del revolucionario de la calle, no por una Seguridad del Estado que
normalmente andaba comiendo catibía).
En cuanto a las demás burocracias, sobre todo las que se ocupan de
administrar lo económico, sufrirán en su desarrollo la influencia del
aconomicismo sobre el que a nivel cultural se asienta el castrismo. Un
principio esencial suyo, al cual se mostrará en extremo hábil en
conservar, aun en medio de la contemporaneidad. Y es que el castrismo no
tarda en comprender que más que un mal, su cercanía extrema a EEUU es
por el contrario el único recurso de que dispone para mantener a la Isla
viviendo en unos perpetuos tiempos heroicos, que legitimen idealmente la
posición de privilegio del imperante carismático, a la vez que una
segura y sui generis fuente de riquezas y capital. Para explotar
económicamente a la cual solo hay que venderse como el aliado ideal de
todos aquellos que, en la segunda mitad del siglo XX, e inicios del XXI,
pretendan oponerse al intento globalizador-modernizador de Occidente,
encabezado por entonces por EEUU.
Esto último explica el que, en lo económico y en su política exterior,
la historia revolucionaria de la Cuba posterior a 1959 pueda reducirse a
la búsqueda incansable de mecenas que, con tal de molestar a Washington
al sufragar un enclave hostil a la vista de sus costas, se ocupen de
mantener económicamente a la Isla.
Ese aconomicismo esencial al castrismo, y la singular manera en que
consigue conservarlo, no serán sin embargo obstáculos a la
burocratización: por el contrario, de modo paradójico más que evitar la
formación de una burocracia administrativa y económica la impulsan a
niveles inesperados. Porque sostenido por una economía que por un lado
es estructuralmente todavía la misma de antes de 1959, dedicada en lo
fundamental a la exportación de bienes agrícolas estacionales y
semielaborados, y viviendo ahora de explotar la cercanía extrema a los
EE.UU. y el diferendo histórico cubano con dicha Nación, el castrismo no
tardará en descubrir en la burocracia el recurso ideal para solucionar
la estructural falta de puestos de trabajo, y hasta para fomentar
políticas de pleno empleo. Así la burocracia cubana crece y crece de
manera desmesurada, al tiempo que se reducen de manera drástica los
"contenidos de trabajo" de los burócratas y se solapan sus funciones de
una manera en realidad inextricable.
Todo por mantener a la población ocupada en algo. Una obsesión histórica
del castrismo, que entiende muy bien que su supervivencia depende de
mantener a las grandes mayorías constantemente movilizadas en alguna
actividad: Solo el estado de pachanga revolucionaria ininterrumpida
puede garantizar esa supervivencia.
Pero no obstante el regreso real de la burocracia a la Cuba de Fidel,
tanto en el discurso oficial como en general en los imaginarios
colectivos se continúa identificando a lo impersonal y lo cotidiano con
lo contrarrevolucionario.
Porque el negativo papel de la lucha cubana contra los demonios del
burocratismo no queda limitado al proceso mediante el cual se impone el
endiosamiento revolucionario, sino que de manera más peligrosa todavía
se extiende más allá, a aquel otro subsiguiente mediante el cual se lo
legitima y mantiene vivo ad aeternas. Incluso cuando de manera evidente
esos mismos dioses promueven ahora la tan repelida burocratización.
En la Cuba posterior a 1970 será siempre la burocracia la que cargue con
la responsabilidad por los platos rotos. Es ella no solo el chivo
expiatorio de que se valen el Dios supremo del Panteón Revolucionario
(Fidel Castro, el Imperante carismático) y sus santos subsidiarios (sus
raules, almeidas, vilmas et al) para desviar la atención de encima de
ellos y sobre todo de la particular estructura del socialismo cubano,
piramidal, autocrático (incluso cabe decir hasta teocrático), sino que
es por sobre todo el recurso del que se vale la intelectualidad y los
formadores de opinión para eludir el bulto a criticar lo que en realidad
deberían. Jugar con la cadena, pero no con el mono, decimos en Cuba,
para denominar a esa actitud de dudosa ética adoptada por intelectuales
orgánicos, pero dizque contestatarios a su vez. Actitud que le permite a
muchos disfrutar de una vida placentera mientras se simula tener bien
afeitada la lengua.
Mas en justicia no hay solo temor y oportunismo detrás de esa actitud.
Como ya hemos visto, en buena medida, y no solo para los formadores de
opinión, en Cuba la píldora del autocratismo es tragable porque entre
ellos aún se ve a lo impersonal y rutinario como lo repulsivo, y a lo
heroico, extra-cotidiano, lo personal, al carisma sin contrapesos
racionales, como lo más aconsejable para una buena y valedera
convivencia social.
Algo que, aunque en niveles menos tóxicos ocurre en cualquier otra
sociedad, por cierto sea dicho. Ya que muy raramente se encuentra a un
pensador, un artista o un académico que alguna vez haya tenido que ver
con una empresa económica real, o que haya puesto sus pies en una
administración para algo más que mirar a su alrededor por encima del hombro.
En definitiva, la burocracia, pronto renacida tras el final de los años
heroicos, exaltados e irracionales de las postrimerías de los sesentas,
e indudablemente por necesidades de sobrevivencia de quien manda,
cargará una y otra vez con las culpas en la Cuba de Fidel. Hasta el
punto de que algunos grupos de pensamiento no tarden en desempolvar,
sobre todo desde mediados de los ochentas, la añeja idea de muchos
leninistas apartados del poder por Stalin y que en sí había estado en la
base de la vía cubana al socialismo: Aquella de que el socialismo no
requiere de una burocracia, que esta es en sí un fenómeno privativo del
Capitalismo y una de las malas herencias suyas con que puede llegar a
cargar. Una institución burguesa, a la cual solo pueden tener por
imprescindible intelectuales burgueses como Max Weber.
Por cierto, que inveteradamente fieles a la vía trascendentalista y
personalista de construcción del socialismo, si se los presiona solo un
poco los integrantes de estos grupos de pensamiento no se demuestran
para nada remisos en reconocer, de manera precisa, que lo no deseable de
la burocracia es su atención fija en lo cotidiano y el carácter
impersonal del ejercicio de sus funciones. Lo que hace dudar no ya de la
consecuencia de sus razonamientos, sino de su capacidad para comprender
la realidad social en que viven, porque al satanizar a la burocracia
cubana en base a tales características parecen no caer en cuenta de que
esta es ineficiente sobre todo por no ser ni lo uno ni lo otro: o sea,
por no ser una burocracia en el más pleno sentido del término definido
por ellos mismos.
Si se observa, la burocracia nuestra no cumple con ninguno de los
caracteres típicos que según Weber debe poseer una que merezca el nombre
de tal.
Eso que al presente llamamos burocracia en Cuba, o sea, el cuadro
administrativo castrista, es en primerísimo lugar cualquier cosa menos
impersonal. De hecho, en la Cuba de Fidel tenemos un sobrenombre muy
particular para el tipo de sociedad que definen las relaciones
preferidas por su cuadro administrativo: Sociolismo, el socialismo de
los compadres, en que los cargos no son asignados por las competencias
individuales, sino por la incondicionalidad hacia el Panteón
Revolucionario y por las relaciones personales de los pretendientes.
Unos cargos que por demás no tienen una remuneración efectiva estable,
sino que dependen por sobre todo de lo que se pueda "resolver" por quien
los ocupa. Ya que, aunque absolutamente todos los burócratas cubanos
cobran un sueldo mensual, la realidad es que con el mismo no pueden
atender a las necesidades básicas de sus familias incluso ni durante una
semana del mes. Lo que los obliga a echar mano del robo y de la sisa
para conseguirlo. Y aclaramos que al hablar de lo que se pueda
"resolver" no nos referimos solo a lo que se obtenga a resultas del
cargo que se ocupa en cuestión, sino y sobre todo del complejo entramado
de relaciones de compadreo que en definitiva conforman la verdadera
estructura de la burocracia cubana, y que la definen como tal.
O sea, que a la manera de cualquier cuadro administrativo patrimonial o
feudal, la "burocracia" cubana vive de explotar sus cargos. Y esto es
válido tanto para el Ministro o el jefe de departamento en una
institución nacional, como para la funcionaria que se ocupa de organizar
la actividad de los médicos y sus interacciones con el público en
cualquier policlínico de barrio.
En cuanto a su conocimiento de la actividad que se ocupa de controlar,
debe admitirse que a diferencia del alemán de los tiempos de Weber el
burócrata cubano quizás sea el individuo con relaciones directas con la
misma que más en oscuras anda respecto a ella. Esto, más que un tópico
humorístico, es una amarga realidad en la Cuba de Fidel. Pero, además, y
esto es sumamente importante, en el socialismo cubano la función
primordial de la burocracia no consiste en administrar la actividad
cotidiana del país. Como ya dijimos, en el socialismo de pleno empleo
cubano, sostenido por una economía históricamente débil en lo
estructural, en que la capacidad de empleo real ha estado siempre muy
limitada, la burocracia es por sobre todo un recurso para conseguirle
acomodo laboral a un enorme por ciento de la población del país; del
mismo modo que la pretendida universitarización total, propuesta por
Fidel Castro a principios de este siglo, era por sobre todo un medio
para sacar de las calles a los jóvenes y tener un mejor control de ellos.
Este uso de la burocracia no solo como medio controlador, sino como
destino en que controlar, provoca su hipertrofia, lo que a su vez causa
la catastrófica caída de su eficiencia en el cumplimiento de sus
funciones, a resultas de la conocida Ley de los rendimientos decrecientes.
Tampoco puede decirse que haya mucho de racionalidad en los principios
por los que se rige la administración de la burocracia cubana, o de
carácter rutinario en el tratamiento de sus asuntos. En Cuba la
administración se rige no por planes y estudios cuidadosos de la
realidad, sino por metas y consignas, por voliciones y evoluciones
estomacales de cualquiera situado en una posición de poder, sin más
conocimiento de la actividad en cuestión que el de lo imperioso de
"triunfar y vencer".
Y es que, en Cuba, al menos para los que mandan y para las
hipertrofiadas intelectualidades que se ocupan de legitimar ese mandato,
la actividad económica nunca es tomada como lo que es, una actividad
cotidiana y rutinaria, sino como una heroica.

Conclusiones
De un modo en apariencia paradójico, la solución cubana a la
burocratización soviética dará como resultado el mismo socialismo
burocratizado.
En Cuba, con el declarado propósito de evitar caer en la excesiva
racionalización burocrática soviética, se intenta establecer un
ascetismo que, sin embargo, por su carácter trascendentalista y por su
ensayo de personalizar todas las relaciones humanas a su interior,
resulta inoperante sobre todo para una compleja sociedad contemporánea
(y en general para cualquier sociedad que no viva abiertamente del botín
o de las ayudas de un mecenas).
El problema está en que al querer promover la participación mediante el
ascetismo lo que se consigue más tarde o más temprano es dividir a la
sociedad en ascetas reales de un lado y seguidores en potencia del otro.
Al menos en un primer momento, porque el proceso de polarización social
nunca se detendrá allí. O sea, justificar desde una base empírica,
gracias al experimento cubano de los sesentas, la visión vanguardista de
Lenin de que deben de existir quienes guíen y quienes sean guiados.
Esto se consigue porque, aunque sin dudas en el plano teórico la vía
cubana promueve la participación, en la práctica es esta de un tipo que
nunca puede mantenerse por mucho tiempo. Así, al eliminar los mecanismos
legales de contrapeso que permitan mantener abierta la posibilidad
participativa en los instantes críticos y ante los asuntos puntuales y
cotidianos, en la creencia de que supuestamente el impulso participativo
ha sido sembrado en lo profundo del corazón del revolucionario, lo que
se facilita es que tras la pronta retracción del esfuerzo psíquico
constante por unas mayorías incapaces de mantenerlo por mucho tiempo, el
poder real se concentre de manera extraordinaria en las manos de ciertas
élites, incluso en las de ciertos individuos.
Mucho menos coopera el hecho de que los objetivos que persigue la
sociedad en cuestión no sean los relacionados con la solución de los
problemas cotidianos que se le presentan a la asociación, sino unos
extra-cotidianos, siempre en un instante más allá de la extensión de la
vida de los humanos presentes. Unos objetivos que necesariamente han
sido definidos, propuestos por una élite anterior al impulso ascético, y
que en consecuencia ya parte con una ventaja en la lucha por el poder en
la sociedad en cuestión.
Debe señalarse también que la solución cubana legitima el "orden de
cosas" con mucha mayor eficiencia que la soviética leninista, y que en
concreto solo es comparable, por su capacidad para resistir con
eficiencia las adversidades que se le presentan a la asociación humana,
con el nacionalsocialismo alemán. El cubano castrista, como el
nazi-alemán, cuentan con un aparato ideal que le permite encuadrarse
dentro de su religión, y a la vez participar más conscientemente en los
grandes momentos de crisis de lo que alguna vez pudo lograrse respecto
al hombre soviético. En este sentido cabe indicar que el caso cubano se
encuentra más próximo a los fascismos, que a los socialismos leninistas.
Todo lo dicho más arriba nos deja ante una evidencia: En la construcción
de un socialismo o una democracia real, que para el caso no hay ninguna
diferencia entre uno y otro, de un socialismo basado en la participación
de los ciudadanos, la mentalidad, digamos que el civismo, no bastan, ni
aun o mucho menos cuando se pretende llevar ese civismo hasta un estado
ascético. Son imprescindibles los mecanismos e instituciones que
mantengan abiertos los espacios de participación y le permitan al
ciudadano participar en el momento oportuno, mientras a su vez vive su
vida (en la cual sus preocupaciones por toda la sociedad no cubren más
que una pequeña proporción de su tiempo). Y por otra parte esos
mecanismos e instituciones, creados por los hombres en la Modernidad, y
a los cuales no se puede simplemente lanzar por la borda de la gran nave
humana, no deben estar ahí tampoco solo para consensuar la construcción
de la futura sociedad en que, por su misma concepción, se le dará
respuesta a todos los problemas de manera satisfactoria para todos:
deben estar para consensuar la solución de nuestros problemas
cotidianos, a corto, mediano y largo plazo, para nada más.
El reino de la libertad, la sociedad abierta, es solo una sociedad hacia
la que se tiende, sin alcanzársela nunca, en definitiva. Una sociedad
ideal en que todos participamos en igualdad de condiciones, todo el
tiempo. Querer hacerla ahora mismo, y en consecuencia abandonar por
completo nuestras vidas en ese empeño, solo nos conducirá a repetir los
mismos errores en los que el pueblo cubano lleva ya sesenta años extraviado.

Source: Burocracia, poder y participación en la Cuba revolucionaria -
Artículos - Opinión - Cuba Encuentro -
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/burocracia-poder-y-participacion-en-la-cuba-revolucionaria-329326

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