Corrupción en Cuba: ¿una lacra ajena o propia del sistema?
Pese a esa campaña anticorrupción constante y amplia, persiste la duda
sobre si el sistema que se quiere mantener en Cuba es capaz de existir
sin la corrupción
Alejandro Armengol, Miami | 01/05/2017 9:42 am
Uno de los aspectos más característicos del gobierno de Raúl Castro es
la lucha contra la corrupción. Por supuesto que siempre se puede alegar,
y especialmente en Miami, que los principales corruptos son los miembros
de la élite gobernante, pero intentar limitar a ese argumento un
problema que desde el surgimiento de la república ha formado parte de la
realidad cubana no enfatiza el debate, sino que lo reduce a una
declaración política.
Durante el mandato directo de Fidel Castro, el destape de un corrupto
era más bien una pérdida de la gracia otorgada por el jefe ("cayó en
desgracia") que el resultado de una verdadera operación de rastreo,
denuncia y castigo de lo mal hecho.
Raúl Castro ha modificado esta ecuación, y el perseguir los diversos
tipos de corrupción es una prioridad en la Cuba actual. Desde su llegada
a la presidencia no solo han caído algunos importantes funcionarios sino
también empresarios extranjeros, hombres de negocios que unos pocos años
atrás se consideraban "amigos".
Sin embargo, pese a esa campaña anticorrupción constante y amplia,
persiste la interrogante sobre si el sistema administrativo que se
quiere mantener en la Isla es capaz de existir sin la corrupción; si ese
mecanismo de desvío de recursos, latrocinio y desorden no es también una
fuente de estabilidad para el Gobierno.
Lo que resulta muy difícil, casi imposible, es eliminar toda esa
corrupción imperante sin dar al mismo tiempo formas alternativas de
obtención de recursos, ingresos e incluso de enriquecimiento.
Uno de los aliados que por décadas ha empleado el Gobierno cubano es la
escasez. La falta de todo, tanto para alimentar la envidia y el
resentimiento como en ocupar buena parte de la vida cotidiana de los
cubanos.
Desde que comenzó la escasez proliferó el mercado negro, y la fuente
principal de este siempre fue el robo. En ocasiones las mercancías se la
robaban directamente al Estado, sacándolas de sus almacenes, pero en
otras eran los consumidores los robados, quienes recibían menos de lo
establecido. El ejemplo clásico del carnicero que alteraba la balanza y
a cada comprador le daba un par de onzas menos de carne, para al final
del día contar con varias libras que vender a sobreprecio.
Así surgió una mitología que se sustentaba en una práctica más o menos
común en el país antes de la llegada de Fidel Castro al poder —desde
mucho antes de 1959 estaba integrado al folclore y la farándula el
personaje del bodeguero, que alteraba la pesa, y la existencia de
inspectores para perseguir este delito— y que siempre ha resultado muy
conveniente al régimen.
En primer lugar, le quitaba actualidad, ya que al trasladar el
surgimiento del delito a una época anterior podía considerarse una lacra
del pasado, y en segundo porque creaba a un culpable vulnerable: no solo
ajeno sino contrario a la ideología imperante. El ladrón convertido en
contrarrevolucionario y la víctima en cómplice: el vecino que se dejaba
robar una porción de su cuota de alimentos para después adquirir en el
mercado negro una parte de lo que le quitaban a él y a otros.
El egoísmo y la desigualdad catalogados como las motivaciones
principales para cometer el delito, mientras que el afán de una sociedad
igualitaria impulsaba a los guardianes del orden.
Todo esto no hacía más que encubrir las causas del problema —el mercado
negro como derivado del monopolio y la escasez— y trataba de enfocar la
atención ciudadana en el pícaro de esquina (bodeguero, carnicero) al
tiempo que pasaba por alto que los mayores robos se cometían en los
centros de distribución y almacenes, administrados por funcionarios de
cierta jerarquía política.
Durante las décadas en que Fidel Castro tenía la presidencia del país,
las acusaciones de ineficiencia o de apartarse de la línea oficial nunca
lograron suplantar a la corrupción como el crimen imperfecto del
dirigente y funcionario cubano. Cuando lo sucedió su hermano menor esa
situación cambió. Raúl Castro ha despedido a trocha y mocha a quienes
considera incapaces.
Nada de lo anterior niega o justifica la proliferación de corruptos en
todas las instancias del gobierno de la Isla, sino más bien destaca que
estos son el resultado y no la excepción del sistema.
Mientras gobernó Fidel Castro, los parámetros políticos tuvieron un
mayor peso que la capacidad administrativa, a la hora de escoger a una
persona para dirigir una empresa. Ahora cada vez más se impone una
mezcla de realidad capitalista bajo una envoltura o disfraz de esfera de
servicios socialista, donde la ineficiencia no se justifica con la retórica.
Sin embargo, los supuestos resultados de esta batalla de Raúl Castro no
han eliminado las dudas sobre la justicia y profundidad del proceso
—como suele ocurrir en la isla, poco se divulga sobre los juicios
celebrados—, porque la corrupción es inherente al régimen que implantó
su hermano: algo endémico al sistema, pero que se trata de presentar
como ajeno.
Con su vida fundamentada sobre el principio de la escasez, tanto
económica como sicológica, tras la revolución el cubano vive presa de la
corrupción, que detesta y practica con igual fuerza. De los primeros
fusilamientos a la Causa No 1, la corrupción ha sido justificación y vía
de escape; motivo de envidia y rencor.
Desde el inicio de la campaña contra la corrupción de Raúl Castro,
algunos inversionistas extranjeros han declarado en privado que dicho
empeño se ha convertido en un factor de inseguridad. Muchos de ellos
expresan sus dudas y temores ante el hecho de que a la vez que el
régimen les impone un "gerente cubano", con el tiempo resulta que dicho
"gerente" se ve envuelto en una investigación contra la corrupción, con
el consiguiente proceso de congelación de cuentas y paralización de
operaciones.
Lo peor, sin embargo, es que estos inversionistas han visto que esa
operación contra la corrupción ha sido también un ajuste de cuentas, en
que ciertos negocios en manos de determinados grupos, familias o
miembros de la elite gobernante son favorecidos o perjudicados. Una
especie de lucha entre familias mafiosas.
Uno de los errores del régimen cubano es no admitir de forma amplia y
pública la renuncia al ideal político a la hora de administrar el país,
y devolver al concepto de burocracia la acepción que le daba Max Weber,
al considerar que en los Estados modernos existen dos tipos de
funcionarios: los administrativos y los políticos.
El funcionario burocrático debe desempeñar sus tareas de manera
imparcial, mientras que el dirigente político debe tomar partido y
mostrarse apasionado.
Una "rutinización" de la política convierte a las resoluciones de
Gobierno, en lo que se refiere a la mayor parte de los asuntos de
administración nacional, en decisiones de rutina administrativa, que se
llevan a cabo de acuerdo a patrones establecidos, los cuales cumple un
funcionario de forma burocrática, y que son fundamentalmente ajenos a
las demandas de la acción política. De esta forma, un político se reduce
a un administrador que gobierna con honradez un país, un Estado o una
ciudad, y que se limita a cumplir con eficiencia un horario normal de
trabajo y luego se retira a la tranquilidad del hogar como un ciudadano
cualquiera. En la vida diaria, el protagonismo político pierde grandeza,
se transforma en actividad cotidiana.
Por supuesto que nada de ello impide la existencia de la corrupción, y
del amparo político a la misma por el partido en el poder, como ocurre
en cualquier sistema democrático. Pero encierra el hecho a sus aspectos
jurídicos —los cuales no dejan de ser limitados en demasiadas ocasiones
por factores políticos—, y no los subordina a la existencia de un
concepto de nación o patria. Así, en última instancia, todo se resuelve
con rectificar la función —o en última instancia la sustitución— de
quienes se encuentran a cargo de la labor de gobierno, pero sin que ello
lleve a un cuestionamiento de la existencia del Estado como tal. Solo
cuando corrupción, gestión de gobierno y proyecto o modelo de país
forman un tejido indisoluble, en que es imposible una rectificación sin
que se desmorone el sistema, es que se llega al extremo de un Estado
fallido.
El Gobierno de Raúl Castro ha sido incapaz de dar el paso para superar
la situación creada desde enero de 1959. El caudillismo mesiánico de
Fidel Castro ha sido sustituido por el compadraje. Se mantiene en pie la
actitud "militante y combativa" exigida a sus ciudadanos. Con Raúl dicho
caudillismo se ha transformado parcialmente en la mentalidad de patrono
inmisericorde, que rige la conducta de quienes desempeñan puestos
administrativos en instancias gubernamentales y empresas. Pero en todos
los casos, del control del país aún se ejerce de forma caprichosa y
personal. El barniz autoritario, que en apariencia busca sustituir el
totalitarismo y permitir ciertos espacios de mayor libertad económica,
no ha podido desprenderse de la irracionalidad que impide gobernar de
forma imparcial. Plantear esta situación no se ciñe a una cuestión
retórica ni señalar un aspecto sociológico, y mucho menos se encierra en
una crítica política. Es evidenciar, una vez más, la ignorancia de
quienes gobiernan la Isla y destacar su empecinamiento en aferrarse al
poder.
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