Cuba y las sanciones virtuosas
Este artículo es el segundo de una serie de tres. Están conectados por
el tema central que es el restablecimiento de las relaciones entre EEUU
y Cuba
Julio M. Shiling, Miami | 16/03/2015 12:38 pm
Se dice que, históricamente, las primeras sanciones las impuso el
ateniense, Pericles, contra Megara en 432 a. C. Todo el tiempo
transcurrido no ha logrado concretar un consenso exacto dentro de las
ciencias sociales y las humanidades en cuanto a la "efectividad" de
sanciones como una herramienta para producir, o contribuir a que se
produzca, un cambio de régimen político. Esta diversidad de criterio se
puede atribuir a tres factores principales: (1) la inclinación
ideológica del observador y el régimen particular sancionado; (2) la
voluntad del que impone las sanciones para producir los resultados
deseados; y (3) la cohesión dentro del mundo libre para reforzar dichas
sanciones.
Immanuel Wallerstein, sociólogo norteamericano de formación marxista,
categorizó la movida por parte del gobierno de Barack Obama de
restablecer relaciones con Cuba comunista como "la decisión de política
exterior más favorable que este (Obama) había tomado en su presidencia".
Interesantemente, treinta y ocho años antes y en esa ocasión tratándose
de Sur África racista y no un régimen marxista-leninista, el promotor de
la teoría del sistema-mundo recetó sañudamente sanciones draconianas
para propulsar un cambio socio-político. Así lo expresó Wallerstein:
Sorprendentemente, se argumenta que el fortalecimiento de la base
económica del régimen del apartheid blanco, de hecho, traería cambio.
Esto no tiene sentido y los que lo dicen lo saben...La inversión
norteamericana continuada en Sudáfrica, en cualquier forma, es apoyo
norteamericano continuado al régimen en el poder. Aquellos que deseen
apoyar el cambio en Sudáfrica tienen sólo dos maneras de lograrlo: (1)
la asistencia activa al movimiento de liberación; (2) una convocatoria
para que Estados Unidos inicie la desinversión económica y el
distanciamiento político del actual Estado sudafricano. El resto es un
sofismo.
La paradoja que Wallerstein exhibe refleja una consistencia ideológica
pero una inconsistencia moral y ética. Este fenómeno, lamentablemente,
tipifica el entorno político, académico y cultural en cuanto al criterio
de si están a favor o en contra de aplicar sanciones. Lo fundamental
para entender esta aseveración, no es si las sanciones son efectivas o
no, sino sobre quién se van aplicar. Ahí la subjetividad ideológica (o
los intereses comerciales) se antepone.
Ahora bien, ¿funcionan las sanciones como una instrumentación para
producir un cambio de régimen? Wallerstein, sin duda, estaba convencido
de que sí funcionaban, de lo contrario, la lucha armada o la
conspirativa, serían los otras únicas vías factibles para lograr cambios
sistémicos cuando la dictadura política se extiende en la esfera social,
como era el caso de Sur África racista, como lo fue con el fascismo y lo
sigue siendo con el comunismo (del siglo XX y XXI). Reiteramos el punto
de que el connotado sociólogo estadounidense quería que se derrocara el
sistema de apartheid sudafricano pero no el comunismo cubano. Lo que
enmendó no fue su lectura del efecto de las sanciones. La confianza en
la capacidad de las mismas para ayudar llevar a la extinción a un
poderío político indeseado ha permanecido inmutable. Es la retórica,
modulada por la selectividad ideológica, lo que vemos ajustarse.
El Congreso de EEUU, el 10 de octubre de 1978, le declaró la guerra
económica a la dictadura de Idi Amín, pese a las objeciones del
Presidente Carter. Seis meses después, su régimen dictatorial en Uganda
se desplomó. EEUU actuó unilateralmente, sin la aprobación de la
comunidad internacional o las Naciones Unidas. La rama legislativa
norteamericana, de manera bipartidista, actuó para ayudar producir un
cambio de régimen por medio de sanciones económicas. Aunque es innegable
que cambios sistémicos tienden a ser fenómenos coyunturales, también es
difícil de cuestionar el impacto que tuvo el cerco comercial de EEUU
hacia el régimen de Idi Amín. Sur África es prueba fehaciente de que
sanciones, definitivamente, trabajan. El caso de Uganda lo reitera,
incluso, cuando es aplicado unilateralmente (y con ganas) por una
superpotencia como EEUU.
La Sociedad de Naciones ("SDN") (o Liga de las Naciones), criatura del
Tratado de Versalles de 1919, fue fundamentada con el principio de las
sanciones como mecanismo para producir cambios políticos y así evitar
tener que ir a la guerra. Woodrow Wilson, el autor intelectual del
organismo que fue el preludio de la ONU, fue un creyente dogmático en
los boicots absoluto contra regímenes, recalcitrantemente aferrados a la
práctica de desestabilizar las democracias. Benito Mussolini puso a
prueba la disposición de la SDN cuando Italia fascista invadió lo que es
hoy Etiopía. Gran Bretaña y Francia ambivalentemente sabotearon las
sanciones. Las mismas no impidieron la agresión del fascismo italiano
contra Etiopía. Eso es cierto. También es cierto, sin embargo, que un
costo a la maquinaria expansionista de la dictadura mussoliniana sí le
transmitió. Cuán influyente habrá sido eso en limitar los planes
africanos de Il Duce nunca lo sabremos.
El caso de las sanciones de la SDN contra Mussolini, si se fueran a
catalogar como un "fracaso", sería porque las expectativas de dicha
acción fuese la desarticulación total de la incursión italiana en África
y nada más. Juzgadas así, la negligencia de los miembros democráticos
europeos de más influencia dentro del organismo (Francia y Gran Bretaña)
y la renuencia de los mismos de aplicarlas con los colmillos inherentes
(excluyeron petróleo por ejemplo), en efecto, sabotearon los propósitos
principales de las medidas punitivas. Sanciones sin entusiasmo y sin
voluntad política, en verdad, no tienen los efectos máximos. Sin
embargo, eso no quiere decir que fueron inefectivas. Sería injusta (e
incompleta) una apreciación que ignorará los impactos colaterales
favorables como, por ejemplo, la elevación de los costos de operación de
una dictadura. Esto nos lleva al punto seminal del principio de las
sanciones.
Toda dictadura se mantiene en el poder de acuerdo a su capacidad para
coartar exitosamente toda oposición política. El despotismo totalitario
es, particularmente, más costoso de mantener porque es más ambicioso en
su proyecto político y subsecuentemente, requiere más control sobre lo
más elemental del ciudadano a pie. Todo eso cuesta dinero y mucho del
mismo. Sanciones le niegan recursos esenciales a una dictadura. Frustran
proyectos hegemónicos y les reducen alternativas para sustentarse en el
poder. Tan sencillo como eso. ¡Reprimir, valga la redundancia, requiere
capital! La permanencia en el poder de dictaduras totalitarias, en
ningún caso, ha sido atribuible a la capacitación del régimen de
mantener fuera de su territorio a turistas, empresas, créditos o
tecnología de países democráticos. Más bien han apuntado, como medida de
salvación estratégica, precisamente el abrir la puerta a esos cuartos
elementos mencionados. El razonamiento dictatorial es fácil de entender:
del exterior democrático y capitalista, incluyendo naturalmente la
diáspora, llega el dinero necesitado para alimentar la maquinaria
dictatorial y represiva que es la variable más potente para explicar la
supervivencia despótica.
Cuba comunista lleva años invirtiendo enorme sumas de dinero intentando
impactar la opinión pública del mundo democrático a favor de que EEUU
remueva las sanciones contra su dictadura. Ha sido y sigue siendo la
campaña medular de su política exterior. Si las sanciones
norteamericanas contra el castrocomunismo son tan inefectivas, ¿por qué
tanto énfasis en removerlas? ¿Por qué tanta obsesión con el "embargo"? A
caso, ¿no le sobran a Cuba problemas? ¿No tienen nada mejor que hacer?
Las sanciones que existen, por parte de EEUU contra el régimen comunista
cubano, sí le preocupan a la dictadura de La Habana, porque las
sanciones sí funcionan. Esto es el caso a pesar de todos los enormes
agujeros que numerosas administraciones estadounidenses,
acumulativamente, le han infligido a las sanciones. La deuda del
castrismo con Argentina por comprar productos de empresas
norteamericanas (deuda adquirida durante el régimen militar) y los
cuatro mil millones de dólares en compras directas de productos
agrícolas estadounidenses desde 2000, dan testimonio que las sanciones a
través del tiempo han sido descolmilladas. Pudiéramos añadir la deuda
castrista con los bancos del Club de Paris y el inaplicado Capítulo III
de la Ley Helms-Burton, como otras muestras más (podíamos seguir) de que
las sanciones norteamericanas contra el régimen castrocomunista no han
sido draconianas como hubiera requerido ser el caso, sí el claro
objetivo era el producir un cambio de régimen. ¿Han sido inútiles? Por
supuesto que no. La contaminación del comunismo cubano en las Américas
hubiera sido mucho más dañina de no habérsele ocasionado una limitación
a las divisas de EEUU (ciudadanos, empresas, banca, etc.). Las modestas
modificaciones en la economía y la tolerancia selecta de la dictadura
cubana son productos fructíferos de las sanciones.
El régimen castrista conoce bien la importancia de sanciones para
facilitar cambios políticos. Son sanguinarios pero no son bobos. El 14
de marzo de 1958 el gobierno de Dwight Eisenhower impuso,
unilateralmente, un embargo de armas contra la dictadura de Fulgencio
Batista. Esto fue el resultado de un largo proceso de cabildeo por parte
de partidarios de los insurgentes. Menos de diez meses después, Castro
estaba en el poder. Sanciones funcionan. Si quieren que trabajen mejor,
la clave está en aplicarlas integralmente. Aún ejercidas con flojera,
sirven el propósito de negarle fondos necesarios al represor. Lo
virtuoso de las sanciones, tiene a los maleantes del mundo como sus
mejores testigos de que sirven. Todos quieren que se las quiten. La
dimensión de su efectividad está en la rigurosidad de su implementación.
Todo el resto es sofismo.
Este artículo es el segundo de una serie de tres. Están conectados por
el tema central que es el restablecimiento de las relaciones entre EEUU
y Cuba. El primero presentó su argumento desde un ángulo de practicidad.
El segundo defiende el principio de las sanciones. El tercero resumirá
la premisa desde una óptica ética.
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