viernes, 19 de octubre de 2012

Por qué fracasarán las reformas de Raúl Castro

Opinión



Por qué fracasarán las reformas de Raúl Castro

Carlos Alberto Montaner

Miami 18-10-2012 - 7:05 pm.



¿Qué puede hacer, realmente, si de verdad quiere ponerle fin a la penosa

improductividad de ese sistema?



Comencemos por una definición sencilla de "fracaso". Ya llegaremos a las

reformas de Raúl.



Podemos calificar como fracaso a la obtención de unos resultados muy

diferentes y notablemente inferiores a los objetivos originalmente

procurados en cualquier acción que emprendemos.



De alguna manera, ésa es la historia de la revolución cubana: una

creciente sucesión de fracasos magnificados por el desproporcionado

tamaño de los objetivos que sus gestores se habían propuesto, pero

invariablemente ocultados bajo una montaña de sofismas.



¿Cuáles eran los no siempre revelados objetivos de Fidel Castro y de su

pequeño grupo de seguidores e íntimos cómplices el 1 de enero de 1959?



Entendámoslo: aunque eran comunistas, el propósito final de Fidel, Raúl

y el Che no era transformar a Cuba en un satélite de Moscú. Ése sólo era

el medio para lograr al menos tres grandes objetivos:



Convertir a Cuba en un país próspero, industrializado y

desarrollado. Pensaban hacerlo de una manera fulminante, como anunció el

Che en Punta del Este en 1961, cuando aseguró que en una década

superarían a Estados Unidos.



Situar a la Isla en el centro de la lucha antinorteamericana y

anticapitalista, ungiendo a Fidel Castro como el líder de esa batalla en

el Tercer Mundo. Ese es el sentido mesiánico de la carta del Comandante

a Celia Sánchez del verano del 58, en la que declara que su destino es

luchar contra Estados Unidos.

Participar en el triunfo contra Washington y contra el capitalismo,

dándole a Cuba y a su líder un relevante papel internacional. Esta

visión se la explicará Fidel Castro al historiador venezolano Guillermo

Morón quien lo visita en La Habana en 1979, tras el triunfo del

sandinismo, el fortalecimiento de los No Alineados, ahora danzando bajo

la batuta de la URSS, y los éxitos en África de las tropas cubanas en

Angola y Etiopía. Fidel, pletórico de certezas, le asegura que en una

década el Caribe sería el mare nostrum cubano y él podrá pasearse

triunfalmente por Washington.







Fracaso económico



Muy pronto, en la primera mitad de los años sesenta, Fidel Castro y su

corte descubrieron que la revolución era incapaz de desarrollar al país.

Por eso, entre otras razones, el Che se marcha a pelear a África. La

frustración era excesiva.



El primer fracaso evidente fue el económico. Los sesenta fue la década

del desbarajuste total, de la inflación y del desabastecimiento,

culminada en el desastre de la Zafra de los 10 millones. Tras ese

colapso de la etapa guevarista, fundada en los incentivos morales,

sobrevino la sovietización administrativa de Cuba, periodo al que

llamaron de la "institucionalización de la revolución".



¿Por qué fracasaron en el terreno económico? Hay diversas razones, pero

estas cinco son fundamentales:



Porque los dirigentes eran una colección de revolucionarios

ignorantes y voluntariosos sin la menor experiencia laboral o

empresarial. No tenían la más remota idea de cómo se crea la riqueza o

cómo se conserva.

Porque desbandaron y lanzaron al exilio a la laboriosa clase

empresarial cubana, destruyeron el capital acumulado y desordenaron

severamente el tejido empresarial forjado a lo largo de siglos de

trabajo intenso.

Porque era una locura arrancar a Cuba del marco histórico,

económico y geopolítico en donde se había forjado el país para uncirlo a

un imperio remoto torpemente gobernado por una ideología disparatada.

Porque ese cambio de alianzas, en medio de la Guerra Fría,

acompañado de un comportamiento político agresivo, significaba un

peligroso y costoso enfrentamiento con Estados Unidos.

Porque, en suma, el colectivismo suele fracasar donde quiera que se

impone, dado que es contrario a la naturaleza humana, como me admitió

Aleksander Yakolev la tarde que, en Moscú, le pregunté por qué se había

hundido su reforma al comunismo de la URSS durante la época de la

perestroika.



En todo caso, Fidel y su corte, a partir de cobrar conciencia del

inocultable fracaso económico, eliminaron los objetivos del desarrollo y

la industrialización, refugiándose en supuestos logros sociales: niños

nacidos vivos, niveles de escolaridad, acceso a cuidados de salud y

triunfos deportivos.



La batalla por desarrollar a Cuba se trasladaba a una discusión

estadística bizantina donde el régimen de los Castro intentaba

justificar la dictadura eligiendo arbitrariamente ciertas dudosas

informaciones estadísticas (casi todas ellas desmentidas por los

estudios de Carmelo Mesa Lago) donde comparaban los "logros de la

revolución" con lo que sucede en Holanda o Bélgica.



Objetivamente, el país se estaba (y está) cayendo a pedazos por la

terrible improductividad del sistema y la incapacidad casi asombrosa de

sus gerentes, pero se les exige a todos, dentro y fuera de Cuba, que se

juzgue a la revolución por el número de analfabetos o por informaciones

sanitarias sesgadas, ignorando deliberadamente que, juzgada por esos

mismos parámetros, la Cuba prerrevolucionaria hubiera sido catalogada

como un país del primer mundo, como puede confirmar cualquiera que se

asome al aséptico Atlas Económico publicado por Ginsburg antes del

triunfo de la revolución.



Pero Fidel Castro, inasequible al desaliento revolucionario, dado que no

tenía respuestas, cambió las preguntas: a partir de cierto momento,

proclamará las virtudes de la frugalidad y el no-consumismo frente al

grosero comportamiento de los países capitalistas. A partir de su

fracaso, desapareció el desarrollista y compareció el anacoreta.



El objetivo ya no era enriquecer a los cubanos para que vivieran

confortablemente, sino disfrutar de las ventajas morales de la pobreza.

A todas éstas, él, que disfrutaba de yates, cotos de caza, y medio

centenar de viviendas suntuosas, desmentía con su estilo de vida lo que

predica en todas las tribunas, como sucedía con los comandantes

históricos Guillermo García o Ramiro Valdés.



No obstante, el cambio en los objetivos económicos no quiere decir, sin

embargo, que cancela los otros objetivos políticos. Por el contrario,

los reforzará. Cuba se convertirá en la filosa punta de lanza de la

conquista planetaria, proclamando paladinamente su derecho irrestricto a

practicar el internacionalismo revolucionario, dado que el deber de cada

revolucionario, de acuerdo con la doctrina, es, precisamente, hacer la

revolución donde quiera que se necesite.



Durante treinta años Cuba organiza, adiestra, protege y ayuda de

diversas maneras a guerrilleros y terroristas de medio planeta, desde El

Chacal hasta las FARC, o utiliza a sus propios soldados en

prolongadísimas guerras africanas que comienzan en el Magreb, en los

años sesenta, peleando contra Marruecos, y luego siguen en Angola y

Etiopía en la siguiénte década. Su última y más audaz hazaña, como contó

Jesús Renzolí, el exembajador provisional de Cuba en la URSS que deserta

a partir de esos hechos, es colaborar con los golpistas que en la URSS

intentan desalojar del poder a Gorbachov. En esa aventura serán aliados

del general Nikolai Sergeyevich Leonov, segundo hombre del KGB y viejo

amigo de los Castro y del Che Guevara desde los años cincuenta, cuando

comenzaron la fascinación y el vínculo castrista con Moscú.



Fracaso político e ideológico



La llegada de la perestoika, el derribo del Muro de Berlín y la

desaparición de la URSS, del bloque socialista y del marxismo-leninismo

como referencia ideológica razonable, hicieron fracasar los objetivos

políticos e históricos de la revolución cubana.



Pero, de la misma manera que en los sesenta, Fidel Castro y su camarilla

cambiaron los objetivos económicos, a partir de los noventa, a

regañadientes, cambiaron los objetivos políticos e ideológicos para

justificar la estancia en el poder del mismo núcleo gobernante.



Modifican la Constitución de 1976, reclaman el nacionalismo como fuente

primigenia de inspiración revolucionaria, buscan su filiación en los

mambises y declaran que el objetivo es salvar a la nación cubana de un

zarpazo imperial norteamericano. De paso, anacrónica y abusivamente

desempolvan a José Martí, un liberal decimonónico que amaba la libertad,

y le asignan la responsabilidad ideológica final de una revolución

totalitaria.



Como han desaparecido la URSS y el marxismo leninismo, ya no es posible

insistir en la conquista del planeta para implantar la justicia

revolucionaria. Ahora la coartada de la revolución será otra:

presentarse como víctimas del embargo y del acoso estadounidense, y

salvar a la nación cubana de la voracidad imperial de Washington. Según

el nuevo discurso revolucionario, solo la unidad tras el líder y el

Partido son capaces de preservar a Cuba como una entidad soberana.



Nadie se pregunta por qué veinte naciones latinoamericanas pueden

ejercer su soberanía, e incluso ejercer diversas formas de

antiyanquismo, sin necesidad de recurrir a la dictadura unipartidista

como forma de organización.



Por otra parte, inventan una nueva variante económica del comunismo: el

Capitalismo Mixto de Estado. El Gobierno se asocia a empresarios

extranjeros para explotar la mano de obra cubana en empresas

público-privadas.



Simultáneamente, y dentro del mismo espíritu de Estado-Patrón, pero más

cerca del esquema de los negreros de la época esclavista, el Gobierno

cubano arrienda grandes cantidades de trabajadores a los países

extranjeros que pueden pagarlos. La mayor parte son profesionales de la

sanidad, pero hay también entrenadores deportivos y toda clase de

especialistas.



Es el Periodo Especial y todo vale para sostener a la dinastía familiar

de los Castro. Incluso, tratan tibiamente de alejarse del colectivismo y

convierten las Granjas del Pueblo, verdaderas comunas asombrosamente

improductivas, en cooperativas agrícolas. Esto ocurre en 1993 y,

naturalmente, fracasa, entre otras razones, como señala el economista

Oscar Espinosa Chepe, porque continúan planificando y dirigiendo

burocráticamente la producción y el consumo.



Y en eso llegó Hugo Chávez



Esa cháchara neoestalinista perdura hasta la aparición de Hugo Chávez en

el panorama. El venezolano llega a Cuba con los bolsillos repletos de

petrodólares y el encefalograma ideológico totalmente plano, aunque

todavía fértil.



Fidel, rápidamente, lo esquilma y lo fecunda. Primero, lo libera de las

prédicas islamo-fascistas de Norberto Ceresole, un argentino peronista

que había convencido al pintoresco bolivariano de las virtudes del

modelo libio y de la verdad profunda del Libro Verde atribuido a Gadafi,

suma y compendio de la Tercera Teoría Universal, versión renovada y

pasada por el desierto de la "tercera posición" propuesta por Juan

Domingo Perón varias décadas antes.



En segundo lugar, dota al Socialismo del Siglo XXI proclamado por Chávez

de una visión y de una misión. La visión es muy clara: el eje La

Habana-Caracas será el representante de los pueblos oprimidos del

planeta. De donde se deduce la misión: sustituir a los traidores

soviéticos y luchar contra el imperialismo y el capitalismo hasta la

victoria final.



Los dos personajes, parecidos en la excentricidad y el disparate,

coinciden y comienzan a estudiar la unión de ambos países. Como se

sienten tan bien uno con el otro, deducen que Cuba y Venezuela pueden

integrarse en una misma entidad. Al fin y al cabo, ¿no son ellos la

encarnación de sus respectivos países? Carlos Lage y Felipe Pérez Roque,

entonces delfines de Fidel, lo anuncian a media lengua fines del año 2005.



Estos sueños, en los que no falta una dosis de puerilidad y

voluntarismo, se hunden en el verano del 2006. Fidel se enferma

gravemente y debe traspasarle la autoridad a su hermano Raúl.



Raúl hereda el poder y una economía en ruinas. Es más pragmático que su

hermano y quiere acelerar los cambios para aumentar la productividad.

Probablemente, no comparte la visión mesiánica de Fidel y de Chávez, ni

a estas alturas cree en la misión de salvar al planeta de la voracidad

del imperialismo, pero esos son los bueyes discursivos con que le ha

tocado arar y no se aparta del grandioso guión que su megalomaníaco

hermano le ha dejado escrito.



Se propone, eso sí, rescatar la catastrófica economía que heredó de

Fidel. ¿Cómo? Con medidas que parecen sacadas de un plan que, en su

momento, lo deslumbró, y luego, públicamente, rechazó: la Perestroika de

Gorbachov.



La Prestroika se fundaba en la renovación de los cuadros del partido con

el propósito de atraer a los más jóvenes e idealistas, descentralizar la

autoridad y los mecanismos de toma de decisiones, aumentar el perímetro

de las actividades económicas privadas, mejorar la gerencia del país con

técnicas del mundo capitalista y combatir la corrupción y los

privilegios de la nomenklatura.



En los ochenta, cuando Raúl leyó el libro de Gorbachov titulado

Perestroika, quedó convencido de que, a la escala diminuta de la Isla,

los males que afectaban a la URSS eran los mismos que aquejaban a Cuba,

de manera que los remedios debían ser los mismos. Hizo traducir el libro

del ruso al español, tarea que le encargó a su entonces secretario en

las fuerzas armadas, el mencionado oficial Jesús Renzolí, y se lo regaló

a los oficiales de las Fuerzas Armadas.



Cuando Fidel se enteró, montó en cólera, le exigió recoger la edición y

lo regañó severamente, como cuenta su también exsecretario Alcibíades

Hidalgo, un periodista especialmente sagaz hoy exiliado en Estados

Unidos que llegó a ser representante de Cuba en Naciones Unidas y

miembro del Comité Central.



En todo caso, llamándole de otra manera, lineamientos, o sin siquiera

mencionar a sus pretendidas reformas, Raúl, cuando le tocó gobernar,

puso en marcha unos cambios que, supuestamente, le devolverían el pulso

a la moribunda economía cubana sin abandonar el unipartidismo, la

planificación económica y el rol de la clase dirigente.



Todo eso está condenado al fracaso. ¿Por qué? Al margen de la necesidad

de libertad que tienen todos los seres humanos para alcanzar algún grado

de felicidad, fracasará al menos por siete razones, algunas de las

cuales he apuntado en otros papeles:



Sin una moneda fuerte que mantenga su valor y poder adquisitivo

para realizar las transacciones comerciales, es casi inútil intentar

superar la situación en la que se encuentra el país. Cuba tiene al menos

dos monedas. Una mala, con la que se les paga a los trabajadores, y otra

buena, en la que se les vende todo lo que vale la pena adquirir. Esa

práctica es lo más parecido a una estafa continuada de cuantas puede

practicar un Estado.

Sin propiedad ni empresa privada no hay desarrollo. En Cuba la

reforma de Raúl no consiste en devolverle a la Sociedad Civil la

posibilidad de crear empresas que generen beneficios y crezcan, base del

desarrollo capitalista en Suiza o en China, sino autorizan el

surgimiento de unos pequeños timbiriches o chiringuitos, como les llaman

en España a estas microentidades, bajo la estricta vigilancia de

funcionarios implacables, sin otro objeto que el de absorber la mano de

obra improductiva que existe en el sector público y, de paso, cobrarles

altos impuestos.

Sin un sistema de precios regidos por la oferta y la demanda es

imposible asignar eficazmente los recursos disponibles. La planificación

centralizada a cargo de los técnicos del Estado es un desastroso camelo.

Esto no es un caprichoso dogma ideológico sino una observación

confirmada en el mundo real.
Nadie tiene toda la información para poder

dirigir una economía compleja. Los precios son el lenguaje en que la

sociedad expresa sus necesidades y preferencias. No hay modo de

sustituir eficientemente ese mecanismo.

Sin competencia no hay manera de aumentar y mejorar la producción y

la productividad. El ejemplo se ha utilizado mil veces: la razón por la

que los ingenieros alemanes en Occidente fabricaban Mercedes Benz,

mientras los de Oriente debían conformarse con los Trabant, era la

existencia en Occidente de la competencia.

Pero competencia significa libertad económica para investigar,

invertir, innovar, asociarse. Nada de eso es posible en la encorsetada

economía cubana. Sin libertad económica y reglas claras que faciliten la

creación de empresas, obstaculicen la corrupción y premien el ahorro y

la inversión local y extranjera, jamás se generará de forma sistemática

de riqueza.

Sin un ordenamiento jurídico, un poder judicial eficaz, equitativo

e independiente que resuelva los conflictos, castigue a los culpables,

proteja los derechos de las personas y dé seguridades, no se sostiene

una sociedad próspera. Las economías exitosas son las de sociedades que

se guían por reglas administradas por personas independientes, no por

ideólogos o por partidos. La independencia del Poder Judicial no es un

capricho. Es una necesidad de cualquier sociedad basada en reglas justas

y equitativas.

Sin transparencia ni rendición de cuenta de los actos de Gobierno,

sin funcionarios colocados bajo la autoridad de la ley, guiados por la

meritocracia y legitimados en elecciones periódicas entre opciones

diferentes, tampoco se alcanzan cotas decentes de desarrollo. Una de las

razones que explican el fracaso del comunismo cubano —al margen del

carácter erróneo del marxismo como planteamiento teórico, lo que lo

invalida de raíz—, es que durante más de medio siglo quienes cometían

los errores y los horrores eran los mismos que juzgaban los hechos.



¿Qué puede hacer, realmente, Raúl Castro, si de verdad quiere ponerle

fin a la penosa improductividad de ese sistema? Tal vez, reconocer algo

que apuntó hace muchos años el dirigente comunista

yugoslavo-montenegrino, y luego disidente antiestalinista, Milovan

Djilas: ese tipo de régimen no es salvable. Hay que echarlo abajo y

sustituirlo por un modelo que funcione, y el más acreditado es la

democracia liberal acompañada de la economía de mercado que va poco a

poco implantándose en el planeta desde fines del siglo XVIII y hoy rige

en las treinta naciones más desarrolladas del mundo.



La ilusión de crear un sistema fundamentalmente estatista y

monopartidista que sea, al mismo tiempo, productivo, es una quimera.

China, aunque todavía es una dictadura unipartidista, ya ha dejado de

ser comunista y lo probable es que, eventualmente, deje de ser

unipartidista, como previamente sucedió en Taiwán.



Llega un punto en que las personas, incluso en sociedades con escasa

tradición democrática, reclaman libertades. En Cuba hace mucho tiempo

que esa hora ya ha llegado.



Finalmente, sería impropio terminar estas líneas sin una referencia a la

tímida reforma migratoria anunciada esta semana por el régimen de Raúl

Castro.



Sin duda, es algo positivo, porque abarata las gestiones y elimina

ciertos trámites absurdos a los que se veían obligados los cubanos que

querían salir del país. Pero la actitud del Gobierno permanece intacta:

el Estado sigue siendo el dueño de los ciudadanos y a él le corresponde

decidir quién puede salir y quien debe quedarse.



De ahora en adelante, el filtro no será un permiso de salida, sino la

posesión de un pasaporte adecuado para viajar, de manera que los

demócratas de la oposición, los médicos, los catedráticos y quienes

arbitrariamente decida el Gobierno, no podrán trasladarse fuera del país

aunque posean catorce visas, como en el pasado le ha sucedido a Yoani

Sánchez.



En Cuba, simplemente, no se reconoce la libertad de movimiento, uno de

los Derechos Humanos consagrados por Naciones Unidas.



En Cuba el movimiento es un privilegio otorgado por el Estado en función

de criterios políticos. Eso llega al extremo de que ni siquiera los

cubanos pueden elegir dentro de Cuba el lugar donde desean vivir.



Para la dictadura, sin embargo, esa actitud tendrá un costo. Todas las

personas privadas del privilegio de poder viajar al extranjero se

sentirán víctimas de un agravio comparativo y tendrán más razones para

detestar a quienes les causan ese daño.



En suma, la mínima reforma migratoria emprendida por el régimen tiene un

costo para el raulismo. Unos lo verán como algo que les pertenecía y el

Gobierno les negaba cruelmente. Otros pensarán que la dictadura los

penaliza por ser estudiosos y valiosos.



Vuelvo a la conclusion de Milovan Djilas: esos regímenes no son

modificables. Hay que sustituirlos. Pacíficamente, pero hay que

sustituirlos.



Texto de la conferencia pronunciada en el Instituto de Estudios Cubanos

y Cubano-Americanos, Universidad de Miami, Coral Gables, el 17 de

octubre de 2012. Se reproduce con autorización del autor



http://www.diariodecuba.com/opinion/13557-por-que-fracasaran-las-reformas-de-raul-castro

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