Economía, Corrupción, Cambios
La corrupción en Cuba: un mal generalizado
Aunque este empeño ha tenido cierta trascendencia, tanto en la Isla como
en el extranjero, la campaña contra la corrupción y el robo enfrenta
graves dificultades
Redacción CE, Madrid | 27/06/2014 1:34 pm
Desde que inició su ascenso a la cumbre del poder absoluto en Cuba, Raúl
Castro lanzó una campaña contra las más diversas formas de corrupción
—que imperan tanto en los negocios y asuntos nacionales como en los
internacionales—, así como en específico para tratar de poner fin a los
robos en las empresas estatales.
Aunque este empeño ha tenido cierta trascendencia, tanto en la Isla como
en el extranjero ―y de vez en cuanto se conoce de importantes figuras
del régimen que son investigadas, se encuentran detenidas o separadas de
sus cargos―, la campaña contra la corrupción y el robo enfrenta graves
dificultades.
Cabe además la sospecha que su triunfo está muy lejano o es imposible
bajo el actual régimen.
En primer lugar porque esta corrupción no brota del aire. Forma parte de
la esencia del sistema imperante en Cuba, que admite ser catalogado de
dictadura militar corrupta.
Con su vida fundamentada sobre el principio de la escasez, tanto
económica como sicológica, a partir del 1 de enero de 1959 el cubano
comenzó a vivir presa de la corrupción, que detesta y practica con igual
fuerza. En este sentido, si cualquiera en la Isla menciona la palabra
corrupción al hablar de un pescado, se refiere al estado de conservación
del pez y no a su procedencia más o menos legal. Porque de otra forma,
¿cómo comerlo y a qué precio?
La corrupción en Cuba se ha convertido en un fenómeno generalizado que
alcanza tanto a la cúpula del Partido Comunista como a profesionales,
trabajadores y ciudadanos en general sin filiación política declarada.
Las prácticas corruptas incluyen el soborno, la malversación de los
recursos estatales y los chanchullos contables. El robo y la corrupción
"de supervivencia" son generalizados en la policía, el sector turístico,
el transporte, la construcción y la distribución de alimentos.
Raúl Castro señaló en su discurso inaugural del VI Congreso del Partido
Comunista de Cuba que no se iba a permitir la concentración de la
propiedad, lo que en última instancia también incluye la acumulación de
riqueza. El principio se interpretó como un freno a la producción
privada, aunque es también una advertencia a la corrupción.
Si bien en los últimos años se viene persiguiendo la corrupción con
mayor fuerza ―al menos como política oficial de gobierno― las
autoridades cubanas toleran las malversaciones y prácticas ilegales de
supervivencia hasta cierto punto, aunque pueden actuar con contundencia
y severidad cuando los desvíos de dinero son muy importantes. De ahí las
periódicas destituciones de altos cargos gubernamentales.
Sin embargo, lo determinante es que en muchos casos la denuncia y
condena de la corrupción actúa como venganza, ajuste de cuentas
político, cuestionamiento de fidelidad o caída en desgracia, y no como
el motivo principal que llevó al enjuiciamiento. Lo cual quiere decir ―y
esto se aplica especialmente a los largos años de gobierno de Fidel
Castro― que el ministro, funcionario o director de empresa puede haber
estado administrando bienes, de los cuales se apropiaba en parte, de una
forma indiscriminada e intocable, siempre que no "perdiera la gracia"
del poder central.
Una y otra vez el régimen cubano apela ―en mucha menor escala desde la
llegada de Raúl Castro a la presidencia― a los desfiles como muestra
inconfundible de fidelidad ciudadana, como ocurrió a comienzos del
pasado mes con la tradicional celebración del Primero de Mayo, para
justificar su permanencia en el poder. Pero tras el desfile se pretende
ocultar todo, desde la ineficacia hasta la doble moral del que desvía
fondos estatales.
Raúl Castro lleva las de perder en la batalla contra este mal, dando por
supuesto que su afán es sincero. No solo porque él y su hermano son los
principales corruptos del país —otorgadores de prebendas y dispensadores
del erario público—, sino porque fueron los fundadores de un sistema
donde la violación de las normas jurídicas es indispensable para poder
sobrevivir. Si el día de mañana se ampararan en un manto de pureza, el
problema seguiría en pie. Con ello le han infringido a la sociedad
cubana un daño que persistirá más allá de su mandato.
El problema no radica solo en el pecado original de la corrupción cubana
―una larga tradición que brota en la colonia y persiste con igual fuerza
hasta 1959―, y en el hecho de que en su variante actual adquiera
características propias de un sultanato. Tampoco en el personalismo de
sus fuentes y en la cualidad de emanar de la mayor autoridad de
gobierno. La corrupción prolifera cuando hay exceso de poder, falta de
control y mecanismos inadecuados para la selección de ejecutivos y
burócratas.
El gobierno de Raúl Castro está empeñado en mejorar los controles ―y hay
que reconocerle el avance en este sentido― y se ha hablado de establecer
normas menos dogmáticas y con menor sustento ideológico, a la hora de
escoger al personal administrativo. Pero incluso de producirse esos
avances, no parece que el gobernante va a permitir un cambio sustancial
en la concentración de recursos y poder que existe en Cuba.
Llegado a este punto, hay que preguntarse si la lucha contra la
corrupción en la Isla difiere mucho de la que sostienen los dueños de
los casinos de juego contra estafadores, delincuentes de poca monta o
simplemente idiotas que se creen con derecho a un poco de mejor suerte.
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