La grandeza del nombre y la miseria del resultado
BORIS GONZÁLEZ ARENAS | La Habana | 11 Jul 2014 - 4:59 pm.
Después de haber sido cooperativistas, héroes del trabajo o millonarios,
ahora son llamados ubepecistas, finqueros o cuentapropistas, pero jamás
campesinos. ¿Qué pasa con ese nombre?
El 24 de septiembre de 2009 se realizó en la Habana un debate organizado
por el Proyecto Cultural Temas titulado "Cultura agraria, política y
sociedad". Entre los invitados al panel estuvo Mavis Dora Álvarez que,
según aparece en el número de la revista que reprodujo el encuentro (no.
61, 2010), es ingeniera e investigadora.
En su intervención Mavis Dora Álvarez dice: "¿Cómo se les llama a los
que trabajan en las UBPC? 'Ubepecistas'. ¿Qué es eso, de dónde salió esa
palabra, que tradición comporta, qué significa en la cultura agraria
cubana ser 'ubepecista'? No significa nada, es una pérdida total de la
identidad. Ahora, entre las formas que se están tratando de introducir
para paliar esta situación y encontrar ese camino estratégico de la
agricultura socialista, se están organizando fincas familiares en
algunas UBPC con los propios cooperativistas de ella. ¿Cómo se les está
llamando a las personas que trabajan en esas fincas familiares? Siempre
se les llamó campesinos, la agricultura campesina es de trabajo y
economía familiar; pero ahora se les denomina 'finqueros'. Ateniéndonos
a los patrones culturales, al acervo cultural de este país, ser una cosa
o la otra, no es nada. El otro típico nombre que se está usando es
'usufructuario'. Así se ha llamado al que está recibiendo tierras en
usufructo por el Decreto Ley 259."
Mavis Dora Álvarez anota la política del Estado tendiente a ignorar los
nombres de prácticas tradicionales y la falta de contenido, la capacidad
de no ser nada, de los que se crean en sustitución.
Cualquier práctica, agrícola, social, comercial o de otra naturaleza,
queda desconectada de su pasado por el solo cambio de nombre; es ese
cambio el que le quita como mínimo, por muy semejantes que sean, su
identidad. Pero la condición de nuevo no supone falta de arraigo para un
término. Aún cuando la práctica agrícola haya cambiado poco, un evento
de cualquier índole podría requerir su redefinición. De ser exitoso el
cambio, los años darán a la denominación su historia y le legitimarán
socialmente. Un cochero pasa a ser chofer por la índole del vehículo que
conduce, la majestad pasa a ser señorío por el cambio en el sistema
social que le pone al frente del Estado, una patriota soberanista se
convierte en gusana por la miseria moral del déspota que la denomina,
todas son definiciones que alcanzan notoriedad y, por las razones que
sean, determinan nuevos hábitos y prácticas.
En las entrevista acopiadas por Maylan Álvarez en La callada molienda
(Premio Memoria del Centro Pablo de la Torriente Brau, 2012) no son
pocas las referencias a denominaciones que solo se hicieron corrientes
en nuestro país después de 1959. Héroe Nacional del Trabajo, Bon de los
500, miliciano, donante (referido a los donantes de sangre), millonario
(referido a los millones de arrobas de caña cortada), cooperativista,
todas ayudaron a caracterizar el nuevo panorama laboral del país desde
muchos puntos de vista. Estos términos consiguieron generar sentido y
por décadas numerosos obreros se posicionaron a su sombra.
Sin embargo, toda redefinición tiene también ciertos riesgos de cara al
futuro. Como señala Mavis Dora Álvarez, el nuevo término dificulta la
identificación con aquél al que denomina, si se pierden las razones que
lo inspiraron poco se puede argumentar para conservarlo y, de forzar su
mantenimiento o implementar nuevas redefiniciones, el nuevo concepto y
la práctica que pretende nombrar desviarán sus rumbos sin reconocerse.
Eso pasó en Cuba cuando el modelo de desarrollo importado de la antigua
URSS colapsó con ella y con el resto del campo socialista. Décadas de
una agricultura ineficiente, extensiva y de altos costos colapsaron de
pronto sin que fuera posible, para tantos donantes, millonarios ni
cooperativistas, mantener siquiera la producción de alimentos básicos,
sacrificada en pos de la caña de azúcar.
Las definiciones son frágiles, pero la ausencia de historia y arraigo
las hace aún más débiles. Podríamos preguntarnos entonces: ¿Por qué la
insistencia del Estado castrista en desvincular al campesino del nombre
que le identifica a través de la historia y del espacio geográfico, como
denuncia Mavis Dora Álvarez?
Una de las causas de este encono, o cuando menos rechazo del término
campesino, es la misma por la que se llama al empresario o comerciante
cubano con el término marginal de cuentapropista.
El campesino y el comerciante fueron un problema siempre para el
socialismo estatista. Ambos trabajan de manera autónoma, el rigor de sus
empresas y el conocimiento particular que deben poseer respecto de
aquello que les ocupa, hace que sean reacios a totalizaciones propias de
las doctrinas. La calidad de la tierra puede variar la forma de cultivo
de cualquier hortaliza, el deterioro del suelo a través de los años
cambia las formas de cultivar en la misma región y la adaptación de la
tecnología y el saber científico, es también variable. Para lidiar con
tantos parámetros, hacen falta personas que permanezcan en el lugar por
décadas, que se responsabilicen con sus resultados, que puedan pasar a
sus descendientes el conocimiento adquirido y, sobre todo, que tengan
autonomía.
Nada de eso está dispuesto a garantizarlo, al menos no como derecho, el
castrismo, y privar a una persona de autonomía es una acción que se
legitima cuando aparece un nombre que lleve implícita esa pérdida. De
ahí que el campesino de ayer, fuera convertido en cooperativista, Héroe
Nacional del Trabajo o millonario, y que desmontado todo el imaginario
que lo contenía, volviera a su casa, pero para ser ubepecista, finquero
o cuentapropista, jamás campesino.
El estatismo castrista se pudo dar cuenta rápidamente de la dificultad
que ocasiona el trabajador autónomo para sus maniobras totalizadoras. Si
la primera Ley de Reforma Agraria de 1959 mantenía la posibilidad de
conservar una cantidad de tierras que le aseguraban al campesino la
prevalencia de su condición, la Segunda Ley de Reforma Agraria destruyó
cualquier posibilidad de ello[1]. Las subsiguientes "ofensivas
revolucionarias" contra el pequeño sector privado que podía de manera
artesanal procesar productos del agro, la creación de una institución
como Acopio que privó al campesino de la comercialización libre de su
producción y las presiones estatales para conseguir la integración
cooperativa, convirtieron el campo cubano en un espacio fértil para la
arenga, pero no para la siembra.
Arenga es cuando en el Documento programático de la reestructuración de
la industria azucarera, recogido por Maylan Álvarez en la primera parte
de La callada molienda, se afirma que: "Las tierras que liberarían las
actuales áreas cañera que ascienden al 62% del área agrícola, se
emplearían en la producción ganadera —carne y leche—, en el cultivo de
viandas, frijoles, así como de hortalizas en organopónicos y huertos
intensivos, lo cual incrementaría la disponibilidad de alimentos para
las propias familias azucareras y para toda la población, redundaría en
la sustitución de importaciones y en la creación de nuevos empleos para
trabajadores cañeros, azucareros y sus familiares".
Y añade: "Una parte de esas tierras liberadas de caña se dedicará a
áreas forestales, tanto a bosques industriales, con el propósito de
utilizar su madera y la pulpa de esta, lo que proporciona un alto valor
agregado, como a bosques naturales asociados a la producción de frutas,
producto que también demanda el consumo nacional y la exportación".
Esta afirmación, que no debe haber movido a risa a los campesinos
cubanos que iban a quedar sin empleo por la gravedad implícita, es
respondida por Luis Pita Suárez, un tecnólogo azucarero nacido en 1950
que testimonia a Maylan Álvarez en La callada molienda: "Después de lo
del central se creó una granja. La granja agroindustrial Julio Reyes
Cairo. Pero el nombre no se corresponde porque de agro tenía algo, pero
de industrial no tenía nada. Era una empresa de nuevo fomento. No tenía
una estructura creada. No era rentable tampoco y en la actualidad
prácticamente está desintegrada, porque no hay respaldo económico.
Incluso tuvimos etapas de dos y hasta tres meses sin cobrar, no se nos
podía pagar el salario porque la empresa no tenía cómo buscar el dinero".
Al señalar las carencias de una granja supuestamente agroindustrial,
Luis Pita señala, como Mavis Dora Álvarez, el nombre mal puesto, la
grandilocuencia usada para encubrir una farsa que ya a tales alturas
solo puede clasificar como burla.
Si la euforia revolucionaria permitió la emergencia de un puñado de
conceptos, su legitimidad duró lo que los créditos soviéticos pudieron
sostener.
Con el fracaso que a la revolución le propició Fidel Castro todos sus
términos perdieron sentido, y la palabra campesino, que en algún momento
pudo haber sido sinónimo de explotado, hombre sin tierras u olvidado,
emerge, menos por desmentir la condición precaria con que antaño se
identificaba, que para manifestar la iniquidad que los nuevos conceptos
encubren. El castrismo sabe eso, la presión que los antiguos términos
realizan en el presente para su restablecimiento son el resultado de la
evidencia en que ha quedado su despropósito y perversidad.
[1] Opinión semejante a la descrita puede encontrarse en el mismo debate
reproducido por la revista Temas, allí dice Armando Nova, uno de sus
participantes: "Después del triunfo de la Revolución se realiza la
anhelada reforma agraria. Primero, la de 1959 y después la de 1963,
mediante sendas leyes. Esto provocó cambios estructurales significativos
en el contexto de la economía cubana, pues entregó la propiedad de la
tierra al que la trabajaba en ese momento y no era dueño de ella, ya
fuera precarista, arrendatario, sub-arrendatario, etc. Ese fue un paso
muy importante; pero realmente la Reforma Agraria no hizo una total
distribución de la tierra de los latifundios expropiados, por cuanto, al
finalizar 1963, 75% de la tierra estaba en manos del Estado, así como
todo el ciclo de producción, distribución, comercialización, etc. Este
fenómeno, indiscutiblemente, no favoreció la vinculación del hombre
rural a la tierra, más bien contribuyó a su separación, y le dio
continuidad a lo heredado. Era el latifundio en otra modalidad,
cualitativamente diferente en cuando a su finalidad, pero que también
enajenaba al trabajador agrícola" (Temas, Panel "Cultura Agraria,
política y sociedad", intervención de Armando Nova p. 89)
Este artículo es un fragmento de un ensayo que aparecerá próximamente en
la revista Identidades.
Source: La grandeza del nombre y la miseria del resultado | Diario de
Cuba - http://www.diariodecuba.com/cuba/1404826351_9429.html
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