sábado, 12 de julio de 2014

La grandeza del nombre y la miseria del resultado

La grandeza del nombre y la miseria del resultado

BORIS GONZÁLEZ ARENAS | La Habana | 11 Jul 2014 - 4:59 pm.



Después de haber sido cooperativistas, héroes del trabajo o millonarios,

ahora son llamados ubepecistas, finqueros o cuentapropistas, pero jamás

campesinos. ¿Qué pasa con ese nombre?



El 24 de septiembre de 2009 se realizó en la Habana un debate organizado

por el Proyecto Cultural Temas titulado "Cultura agraria, política y

sociedad". Entre los invitados al panel estuvo Mavis Dora Álvarez que,

según aparece en el número de la revista que reprodujo el encuentro (no.

61, 2010), es ingeniera e investigadora.



En su intervención Mavis Dora Álvarez dice: "¿Cómo se les llama a los

que trabajan en las UBPC? 'Ubepecistas'. ¿Qué es eso, de dónde salió esa

palabra, que tradición comporta, qué significa en la cultura agraria

cubana ser 'ubepecista'? No significa nada, es una pérdida total de la

identidad. Ahora, entre las formas que se están tratando de introducir

para paliar esta situación y encontrar ese camino estratégico de la

agricultura socialista, se están organizando fincas familiares en

algunas UBPC con los propios cooperativistas de ella. ¿Cómo se les está

llamando a las personas que trabajan en esas fincas familiares? Siempre

se les llamó campesinos, la agricultura campesina es de trabajo y

economía familiar; pero ahora se les denomina 'finqueros'. Ateniéndonos

a los patrones culturales, al acervo cultural de este país, ser una cosa

o la otra, no es nada. El otro típico nombre que se está usando es

'usufructuario'. Así se ha llamado al que está recibiendo tierras en

usufructo por el Decreto Ley 259."



Mavis Dora Álvarez anota la política del Estado tendiente a ignorar los

nombres de prácticas tradicionales y la falta de contenido, la capacidad

de no ser nada, de los que se crean en sustitución.



Cualquier práctica, agrícola, social, comercial o de otra naturaleza,

queda desconectada de su pasado por el solo cambio de nombre; es ese

cambio el que le quita como mínimo, por muy semejantes que sean, su

identidad. Pero la condición de nuevo no supone falta de arraigo para un

término. Aún cuando la práctica agrícola haya cambiado poco, un evento

de cualquier índole podría requerir su redefinición. De ser exitoso el

cambio, los años darán a la denominación su historia y le legitimarán

socialmente. Un cochero pasa a ser chofer por la índole del vehículo que

conduce, la majestad pasa a ser señorío por el cambio en el sistema

social que le pone al frente del Estado, una patriota soberanista se

convierte en gusana por la miseria moral del déspota que la denomina,

todas son definiciones que alcanzan notoriedad y, por las razones que

sean, determinan nuevos hábitos y prácticas.



En las entrevista acopiadas por Maylan Álvarez en La callada molienda

(Premio Memoria del Centro Pablo de la Torriente Brau, 2012) no son

pocas las referencias a denominaciones que solo se hicieron corrientes

en nuestro país después de 1959. Héroe Nacional del Trabajo, Bon de los

500, miliciano, donante (referido a los donantes de sangre), millonario

(referido a los millones de arrobas de caña cortada), cooperativista,

todas ayudaron a caracterizar el nuevo panorama laboral del país desde

muchos puntos de vista. Estos términos consiguieron generar sentido y

por décadas numerosos obreros se posicionaron a su sombra.



Sin embargo, toda redefinición tiene también ciertos riesgos de cara al

futuro. Como señala Mavis Dora Álvarez, el nuevo término dificulta la

identificación con aquél al que denomina, si se pierden las razones que

lo inspiraron poco se puede argumentar para conservarlo y, de forzar su

mantenimiento o implementar nuevas redefiniciones, el nuevo concepto y

la práctica que pretende nombrar desviarán sus rumbos sin reconocerse.



Eso pasó en Cuba cuando el modelo de desarrollo importado de la antigua

URSS colapsó con ella y con el resto del campo socialista. Décadas de

una agricultura ineficiente, extensiva y de altos costos colapsaron de

pronto sin que fuera posible, para tantos donantes, millonarios ni

cooperativistas, mantener siquiera la producción de alimentos básicos,

sacrificada en pos de la caña de azúcar.



Las definiciones son frágiles, pero la ausencia de historia y arraigo

las hace aún más débiles. Podríamos preguntarnos entonces: ¿Por qué la

insistencia del Estado castrista en desvincular al campesino del nombre

que le identifica a través de la historia y del espacio geográfico, como

denuncia Mavis Dora Álvarez?



Una de las causas de este encono, o cuando menos rechazo del término

campesino, es la misma por la que se llama al empresario o comerciante

cubano con el término marginal de cuentapropista.



El campesino y el comerciante fueron un problema siempre para el

socialismo estatista. Ambos trabajan de manera autónoma, el rigor de sus

empresas y el conocimiento particular que deben poseer respecto de

aquello que les ocupa, hace que sean reacios a totalizaciones propias de

las doctrinas. La calidad de la tierra puede variar la forma de cultivo

de cualquier hortaliza, el deterioro del suelo a través de los años

cambia las formas de cultivar en la misma región y la adaptación de la

tecnología y el saber científico, es también variable. Para lidiar con

tantos parámetros, hacen falta personas que permanezcan en el lugar por

décadas, que se responsabilicen con sus resultados, que puedan pasar a

sus descendientes el conocimiento adquirido y, sobre todo, que tengan

autonomía.



Nada de eso está dispuesto a garantizarlo, al menos no como derecho, el

castrismo, y privar a una persona de autonomía es una acción que se

legitima cuando aparece un nombre que lleve implícita esa pérdida. De

ahí que el campesino de ayer, fuera convertido en cooperativista, Héroe

Nacional del Trabajo o millonario, y que desmontado todo el imaginario

que lo contenía, volviera a su casa, pero para ser ubepecista, finquero

o cuentapropista, jamás campesino.



El estatismo castrista se pudo dar cuenta rápidamente de la dificultad

que ocasiona el trabajador autónomo para sus maniobras totalizadoras. Si

la primera Ley de Reforma Agraria de 1959 mantenía la posibilidad de

conservar una cantidad de tierras que le aseguraban al campesino la

prevalencia de su condición, la Segunda Ley de Reforma Agraria destruyó

cualquier posibilidad de ello[1]. Las subsiguientes "ofensivas

revolucionarias" contra el pequeño sector privado que podía de manera

artesanal procesar productos del agro, la creación de una institución

como Acopio que privó al campesino de la comercialización libre de su

producción y las presiones estatales para conseguir la integración

cooperativa, convirtieron el campo cubano en un espacio fértil para la

arenga, pero no para la siembra.



Arenga es cuando en el Documento programático de la reestructuración de

la industria azucarera, recogido por Maylan Álvarez en la primera parte

de La callada molienda, se afirma que: "Las tierras que liberarían las

actuales áreas cañera que ascienden al 62% del área agrícola, se

emplearían en la producción ganadera —carne y leche—, en el cultivo de

viandas, frijoles, así como de hortalizas en organopónicos y huertos

intensivos, lo cual incrementaría la disponibilidad de alimentos para

las propias familias azucareras y para toda la población, redundaría en

la sustitución de importaciones y en la creación de nuevos empleos para

trabajadores cañeros, azucareros y sus familiares".



Y añade: "Una parte de esas tierras liberadas de caña se dedicará a

áreas forestales, tanto a bosques industriales, con el propósito de

utilizar su madera y la pulpa de esta, lo que proporciona un alto valor

agregado, como a bosques naturales asociados a la producción de frutas,

producto que también demanda el consumo nacional y la exportación".



Esta afirmación, que no debe haber movido a risa a los campesinos

cubanos que iban a quedar sin empleo por la gravedad implícita, es

respondida por Luis Pita Suárez, un tecnólogo azucarero nacido en 1950

que testimonia a Maylan Álvarez en La callada molienda: "Después de lo

del central se creó una granja. La granja agroindustrial Julio Reyes

Cairo. Pero el nombre no se corresponde porque de agro tenía algo, pero

de industrial no tenía nada. Era una empresa de nuevo fomento. No tenía

una estructura creada. No era rentable tampoco y en la actualidad

prácticamente está desintegrada, porque no hay respaldo económico.

Incluso tuvimos etapas de dos y hasta tres meses sin cobrar, no se nos

podía pagar el salario porque la empresa no tenía cómo buscar el dinero".



Al señalar las carencias de una granja supuestamente agroindustrial,

Luis Pita señala, como Mavis Dora Álvarez, el nombre mal puesto, la

grandilocuencia usada para encubrir una farsa que ya a tales alturas

solo puede clasificar como burla.



Si la euforia revolucionaria permitió la emergencia de un puñado de

conceptos, su legitimidad duró lo que los créditos soviéticos pudieron

sostener.



Con el fracaso que a la revolución le propició Fidel Castro todos sus

términos perdieron sentido, y la palabra campesino, que en algún momento

pudo haber sido sinónimo de explotado, hombre sin tierras u olvidado,

emerge, menos por desmentir la condición precaria con que antaño se

identificaba, que para manifestar la iniquidad que los nuevos conceptos

encubren. El castrismo sabe eso, la presión que los antiguos términos

realizan en el presente para su restablecimiento son el resultado de la

evidencia en que ha quedado su despropósito y perversidad.





[1] Opinión semejante a la descrita puede encontrarse en el mismo debate

reproducido por la revista Temas, allí dice Armando Nova, uno de sus

participantes: "Después del triunfo de la Revolución se realiza la

anhelada reforma agraria. Primero, la de 1959 y después la de 1963,

mediante sendas leyes. Esto provocó cambios estructurales significativos

en el contexto de la economía cubana, pues entregó la propiedad de la

tierra al que la trabajaba en ese momento y no era dueño de ella, ya

fuera precarista, arrendatario, sub-arrendatario, etc. Ese fue un paso

muy importante; pero realmente la Reforma Agraria no hizo una total

distribución de la tierra de los latifundios expropiados, por cuanto, al

finalizar 1963, 75% de la tierra estaba en manos del Estado, así como

todo el ciclo de producción, distribución, comercialización, etc. Este

fenómeno, indiscutiblemente, no favoreció la vinculación del hombre

rural a la tierra, más bien contribuyó a su separación, y le dio

continuidad a lo heredado. Era el latifundio en otra modalidad,

cualitativamente diferente en cuando a su finalidad, pero que también

enajenaba al trabajador agrícola" (Temas, Panel "Cultura Agraria,

política y sociedad", intervención de Armando Nova p. 89)





Este artículo es un fragmento de un ensayo que aparecerá próximamente en

la revista Identidades.



Source: La grandeza del nombre y la miseria del resultado | Diario de

Cuba - http://www.diariodecuba.com/cuba/1404826351_9429.html

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